Juan Ortega, el diestro que dejó plantada a su novia en el altar: "He visto toreros enamorados con los papeles perdidos"
- "No creo en eso de que las mujeres son un 'invento maligno'", asegura, refiriéndose a las palabras del mítico personaje Juncal. Para él, una mujer puede ser una fuente de paz, pero también de caos
- Juan Ortega pasea su amor por Sevilla con una guapa publicista tras su 'espantá' en la boda con Carmen Otte
Sara Tejada
Por un instante, el silencio del ruedo y el de una iglesia vacía parecen ser el mismo. Ambos esconden un secreto que podría desentrañar Juan Ortega. El torero que hace 13 meses dejó plantada a su novia en el altar carga con un peso que no se mide en corridas ni en triunfos. Su vida parece una faena interminable, una danza de sombras y luces, donde el desamor y el arte cruzan espadas con la incertidumbre.
El día que debía ser suyo, de ellos, terminó en un eco roto. Ella, con el blanco ya vistiendo su piel de novia, se convirtió en un retrato de dolor. Él, atrapado en la contradicción de quien quiere abarcarlo todo, se desdibujó entre dudas y miedos. Para Ortega, el toreo y el amor no parecen muy compatibles. No porque falte espacio en su corazón, sino porque ese corazón late al ritmo de un capote, no al de las campanas de boda.
La soledad del torero
"Cuando la vida personal no está en orden, el toreo tampoco lo está", confiesa Ortega en una entrevista que publica ABC, como si sus palabras fueran tanto una explicación como un lamento. Para él, la plaza lo exige todo. El toro no espera, no perdona, y mucho menos entiende las debilidades humanas. Ortega sabe que los grandes toreros son almas heridas. Lo decía Belmonte, su maestro en la distancia: "El toreo que cala es el que duele".
Quizás, por eso, Juan nunca ha confiado en el amor como refugio. Dice que ha visto a compañeros enamorados hasta los huesos fracasar en el ruedo, como si el fuego de una pasión mal llevada apagara la llama del arte. "He visto a toreros superenamorados con los papeles perdidos, toreando peor que nunca", admite con un deje de nostalgia. Para él, no es una cuestión de elección, sino de supervivencia: el toreo es un amante celoso que no admite rivales.
El altar como ruedo
El amor, cuando llega, tiene algo de embestida. No hay tiempo para estrategias ni cálculos. ¿La novia que Ortega dejó plantada en el altar lo sabía? Tal vez. Había aprendido a entender sus silencios, a intuir sus miedos, a soñar con el futuro entre las sombras de un hombre marcado por la plaza. Pero el torero, acostumbrado a jugarse la vida en cada lance, no supo lidiar con la embestida de su propia inseguridad.
En ese altar, donde los amigos y la familia esperaban un "sí, quiero" que nunca llegó, no estaba el toro, pero sí el miedo. Ortega lo llama "una época oscura en la que se sufre y se hace sufrir". No necesitaba excusas ni explicaciones. Lo único que le quedaba era el silencio.
El arte de vivir (y morir)
Ortega habla del toreo con una profundidad que roza lo filosófico. "El toreo es como la vida: se nace y se muere", dice. Para él, cada faena es un enfrentamiento con lo absoluto, con la verdad que pocos se atreven a mirar de frente. En la plaza, la muerte es palpable, tan real como la tierra que pisan los toros y las botas de los toreros. En el amor, esa misma verdad lo paraliza.
El toreo es, para Ortega, la última representación de lo auténtico. Allí no hay margen para las máscaras ni los engaños. El toro no sabe de excusas ni perdones. Es justo, absoluto, inapelable. Quizás por eso, cuando Ortega habla de su profesión, lo hace con un respeto reverencial. Es su religión, su altar, su razón de ser.
Una mujer en la vida de un torero
"No creo en eso de que las mujeres son un 'invento maligno'", asegura, refiriéndose a las palabras del mítico personaje Juncal. Para él, una mujer puede ser una fuente de paz, pero también de caos. La familia, dice, es la base de todo, el eje que mantiene en equilibrio al hombre y al torero. Sin embargo, sabe que no siempre es fácil mantener ese equilibrio.
Ortega admite que el amor y el toreo comparten una raíz común: el corazón. "Sin corazón no hay arte", reflexiona. Pero ese mismo corazón, que da vida a sus faenas, parece no encontrar su lugar fuera del ruedo. En su búsqueda de una felicidad esquiva, Ortega confiesa que no ha hallado nada que lo llene más que el toreo.
Entre luces y sombras
Hoy, el nombre de Juan Ortega resuena más en las plazas que antes de estar en las páginas de la prensa rosa. Pero él parece indiferente al ruido exterior. Sabe que su verdadera batalla no está en los titulares, sino en su interior. "Con el que más sufro es conmigo mismo", dice.
Mientras tanto, la novia que dejó en el altar ha seguido adelante, dejando atrás el eco de un amor truncado. Para Ortega, la plaza sigue siendo su único refugio. Allí, bajo el sol y las miradas de miles de personas, busca una verdad que trascienda el miedo, la soledad y las dudas.
Quizás, algún día, encuentre en el amor lo que encuentra en el toreo: esa mezcla única de belleza y peligro, de vida y muerte, de entrega total. Hasta entonces, su corazón seguirá siendo de la plaza, donde la verdad se juega cada tarde con el riesgo de perderlo todo.