'Las hijas de la criada': la alegoría fallida de Sonsoles Ónega al feminismo


Ángela Poves

Sentada entre árboles y pinos en un ambiente con olor al verde del campo, me dispuse a leer el emblemático Premio Planeta concedido a Sonsoles Ónega con Las hijas de la criada. Emblemático por el prestigio del que goza, pero cada día más mermado hacia la desconfianza de quienes posibilitan su actividad. Sorprende el modo en que el jurado ha premiado una novela que, sin duda, no goza de la calidad imperante de la narrativa literaria. No culpo a su escritora. Posiblemente, Ónega ha plasmado su conocimiento humanístico en el papel de las casi 500 páginas que ocupa el relato. Un conocimiento nada en vano y cargado de experiencia. No dudo que Sonsoles se merezca un Premio Planeta. Pero desde luego no con Las hijas de la criada. Quizás el galardón se deba a un exhaustivo reconocimiento por su figura y aportación a la disciplina escrita. Se lo merece por haber fraguado una trayectoria cargada de esfuerzo. Pero Las hijas de la criada dejó una sensación agridulce en mi imaginario.

La novela cuenta la biografía paralela de dos niñas nacidas una noche de 1900 en Punta do Bico (Pontevedra, Galicia) y procedentes del mismo padre. Una biografía que recorre las diferencias existentes en las trayectorias de ambas por su condición de ser hija de una criada o de una señora.

Las páginas, a su vez, hacen alusión a las complicadas vivencias de las mujeres en el siglo XX, y al 'aguante' que deben sobrepasar. Su misión queda relegada al margen de un cónyuge –'ebrio o ausente'- y al cuidado de sus engendrados, bajo una auténtica referencia a un egocentrismo feminista.

Una de las madres (criada) decide dar el cambiazo entre las bebés para otorgar una vida 'sin hambre' a su primogénita, condenando sin elección a la hija de la señora a una vida repleta de sufrimiento, pobreza y desamparo. Cuarenta y dos años después, las dos se reencuentran para descubrir la verdad que cambió el rumbo de sus vidas. La verdadera hija de la criada huyó a Argentina para contraer matrimonio y gozar de una vida próspera, mientras que la otra, hermana de padre y auténtica hija de la señora, fue acogida como una más en el pazo, donde desarrolló un conocimiento inusual de la época para llevar la fábrica de conservas de la familia al esplendor y a un estado de bienestar absoluto.

Plagada de contradicciones

Entre que la trama se queda corta y, por tanto, se plasma la desorientación del lector en los escritos, otro hijo se une a la historia sin hilo conductor. Un hijo sobre el que recae la alegoría de la formación, la cultura, el arte y el reconocimiento a las figuras literarias más importantes de la novela española. A bote pronto y sin previo aviso, el melodrama incluye alusiones a la historia política, literaria y artística del país, pero sin coherencia alguna. Es más, son numerosas las cosas 'raras' que saltan de página en página, o, incluso, de párrafo en párrafo. De hecho, hay incluidas frases contradictorias o incoherentes por su naturaleza. Cuando Inés vuelve a quedarse encinta se anuncia así: "Detectar las demostraciones de amor". Un amor que nunca relució en sus páginas y que fue crítico con respecto al caso omiso del marido por Inés. Incluso le relega durante años a Cuba como otra alusión a la pena y dolor que sufrían las mujeres en aquella época. Estaremos de acuerdo en que, antiguamente, estas no gozaban de los mismos derechos que ahora. No tenían ni voz ni voto para los asuntos empresariales o de otra índole. Pero si algo había en el siglo XX que la sociedad actual echa en falta es ese compromiso de romance y amor cargado de flores y detalles. No entiendo el constante linchamiento a la falta de amor varonil de la que habla el folletín, ni las innumerables lágrimas de las mujeres que empapan sus páginas. Porque si algo hacen en esta novela es llorar como si no hubiera un mañana. No estoy en contra de que se haga reconocimiento al dolor y pena que las mujeres albergaban por aquel entonces. De hecho, me parece merecedor y justo que reluzca el sufrimiento al que estaban condenadas por su condición de género, pero no es para plasmar una exageración que circunscribe el desempeño femenino únicamente a la tarea de llorar: "Aquel día a Clara le atravesaron los años hasta convertir su mirada en la de una viuda sin marido al que llorar en los aniversarios que recordarían que ese amor fue cierto".

Del mismo modo, tampoco veo sentido alguno en las actitudes de doña Inés y en su carácter no definido. Una señora que con su marido, don Gustavo, hace de tripas corazón ante cualquier suceso con el "riesgo de acabar padeciendo acidez de estómago", mientras que a su primer hijo varón le "sacudió cuatro azotes" cuando este pronunció la imposibilidad de que Catalina compartiera su misma sangre. Y, de igual manera, no entiendo las múltiples oraciones metidas 'a capón' para enriquecer el lenguaje y su narrativa: "Sin sombras en sus caminos ni en sus orillas"; "Sin más reflejo que el del cuarto creciente sobre la marea amortiguada de la noche". Oraciones que no reflejan más que un estilo forzado para fondear el folletín a la superficie. No digo que no sean oraciones propias de los melodramas, pero hay que tener destreza para incluir simbolismos entre las líneas.

Galicia, el alma de la obra

La novela puede calificarse como histórica por la fecha datada en la que comienza el argumento. La trama visibiliza los hitos del siglo XX y las consecuencias negativas y positivas de ello sobre la tierra gallega. De hecho, esa imagen alegórica de una Galicia pobre dedicada al mar es, probablemente, lo mejor del melodrama. Una imagen de superación ante las adversidades de la política internacional en el sector industrial. Porque, desde luego, lo deslumbrante de esta historia no son los personajes, cuyos actos quedan incongruentes en numerosas ocasiones. Quizás por una empobrecida construcción de los mismos o una mala gestión en su planteamiento. Es el ejemplo de don Gustavo, cuya obstinación ante actos incorrectos no queda patente en los párrafos, ni si quiera en lo que respecta al escalafón emocional trasmite sentimiento alguno. Y todo ello se refleja en una trama que resulta inverosímil, actos que no evocan emocionalidad ni credibilidad y que, además, provocan decepción en una novela cuya premisa recaía en hacer llorar a sus lectores. Quizás por el equívoco enfoque de los hechos o por la rara forma de solucionarlos, cuyo resultado no es más que trabas aceptadas para el entendimiento del argumento. Es más, muchos de ellos que carecen de importancia se explican cargados de detalles, mientras que los más relevantes apenas reciben una pequeña mención. Es el ejemplo de la información sobre "el pecado de la carne" que cometió don Gustavo con la criada, que solo se descubre a través de una carta clave encontrada por Clara y del que no se vuelve a hablar hasta 21 años después, una vez fallecido el padre. O sucesos como la travesía de Celso, el amor no consumado de Clara, que se queda en la nada y no confirma ni su muerte ni supervivencia.

Todo ello provoca el resultado de una novela, en buena parte, incoherente en sus narrativas, que se suceden unas a otras como si se tratase de una cadena de suministro. Las oraciones propias de una literatura de prestigio aparecen a bote pronto y sin sentido. Lo mismo con las innumerables vueltas de argumento no aclaradas que provocan la pérdida del entendimiento. Quizás la trama no proporciona el suficiente enganche como para que estos aspectos desaparezcan de forma inconsciente e involuntaria.