Casas Reales

El gran secreto de Mónaco con Alberto II, el príncipe fabricado: 20 años de poder, luces y sombras

Alberto de Mónaco tiene 67 años y lleva 20 en el trono

Sara Tejada

Durante dos décadas, Alberto II de Mónaco ha representado el rostro moderno de uno de los principados más mediáticos y enigmáticos del planeta. Hijo del príncipe Rainiero III y de la actriz convertida en princesa, Grace Kelly, Alberto, más allá de sus escándalos, amoríos, o hijos bastardos, o de los misterios de su mujer, la pricesa triste, ha sido para el mundo el soberano refinado, ecológico y diplomático que ha llevado a la Roca a un lugar destacado en la escena internacional. Sin embargo, tras los fastos del 20º aniversario de su ascenso al trono, una sospecha planea sobre los cimientos del relato oficial: ¿es Alberto de Mónaco producto de una impostura cuidadosamente orquestada para sostener en pleno siglo XXI y en Europa una empresa milenaria llamada Mónaco?

En Mónaco, las campanas no repican al aire sino sobre las aguas. Todo en este pequeño país de dos kilómetros cuadrados suena como un eco que rebota entre los muros blancos de los palacios, las fachadas de los casinos y los camarotes de los yates atracados en el puerto. Desde hace más de 20 años, el eco que domina es el del príncipe Alberto II, un soberano que ha sabido jugar su papel entre el oropel y la política internacional, entre la diplomacia suave y las intrigas de la corte.

El sábado, la Plaza del Palacio se convirtió en un teatro al aire libre. Bajo un cielo limpio, casi diseñado por ordenador, el príncipe Alberto celebró dos décadas al frente del trono con un acto popular que mezclaba la pompa con la cercanía, la elegancia con la sencillez mediterránea. Se dejó ver junto a su esposa, la princesa Charlene, de blanco marfil y sonrisa dosificada; y con sus hijos mellizos, Jacques y Gabriella, que parecían dos figuritas de porcelana, herederos de un cuento de hadas, pero también de un linaje marcado por la tragedia y la ambición.

Aquel 6 de abril de 2005, cuando Rainiero III exhaló su último suspiro, Alberto II heredó no sólo una corona diminuta, sino también un legado monumental: un principado rebosante de capital, pero también de sospechas. Rainiero, el "príncipe constructor", había transformado Mónaco en un paraíso financiero, con edificios que brotaban de los acantilados como setas de mármol y acero, y un sistema bancario que olía, más que a incienso, a secreto.

La sombra de las finanzas opacas planea sobre el Principado

Alberto sabía desde el principio que no podía mantener intacto aquel modelo sin pagar un precio diplomático. Así, en su discurso de entronización, prometió transparencia, ética y limpieza en los negocios. En 2009 logró sacar a Mónaco de la lista negra de paraísos fiscales de la OCDE, y más tarde firmó acuerdos con la Unión Europea sobre intercambio de información bancaria. No obstante, la sombra de las finanzas opacas sigue planeando sobre el Principado. Hace apenas unas semanas, la Comisión Europea volvió a poner el dedo en la llaga al incluir a Mónaco en su lista de países con riesgo de blanqueo de capitales. Un jarro de agua fría justo en medio de las celebraciones. Pero si hay un terreno donde Alberto II puede presumir sin disimulo es en el medioambiental. Cuando no está en la ópera o saludando desde el palco de la Fórmula 1, el príncipe se enfunda el traje de activista ecológico. En 2006 viajó al Polo Norte, una expedición que más parecía un guiño a las antiguas gestas reales que un acto diplomático. Sin embargo, fue el germen de la Fundación Príncipe Alberto II, que hoy lidera proyectos de conservación marina y lucha contra el cambio climático. Entre los mandatarios del mundo, pocos pueden mostrar una agenda verde tan abultada como las pensiones a sus hijos secretos.

La diplomacia es otro de los juegos favoritos del soberano monegasco. Su poder blando —ese que no se mide en armas ni en PIB, sino en contactos, cenas y sonrisas— ha sido su mejor herramienta. Alberto II se mueve por los salones del mundo con la ligereza de un príncipe renacentista. Fue uno de los primeros en felicitar a Donald Trump, compartiendo palco con él en la Super Bowl, y logró en 2019 una hazaña insólita: recibir en Mónaco al presidente chino Xi Jinping en visita de Estado, algo reservado sólo a los grandes escenarios diplomáticos.

La relación entre Francia y Mónaco es un equilibrio delicado: Alberto está tutelado de facto por Macron o por el presidente de la república que toque

Con Francia, sin embargo, la relación no siempre fluye como el champán. A principios de junio, estalló una pequeña crisis palaciega cuando el príncipe intentó nombrar a Philippe Mettoux como nuevo ministro de Estado, el equivalente monegasco a un jefe de Gobierno. La elección fue vetada de facto por el Elíseo, que maniobró hasta forzar su renuncia. El comunicado de Mettoux, que hablaba de "fuerzas negativas empeñadas en perpetuar prácticas arcaicas", dejó al descubierto las costuras del principado, donde las tradiciones de la corte y las presiones extranjeras siguen marcando la política. Finalmente, y tras consensuarlo con Macron, Alberto nombró a Christophe Mirmand, un hombre del aparato francés, como nuevo jefe del Ejecutivo monegasco. Un gesto de reconciliación, pero también una cesión.

La relación entre Francia y Mónaco es un equilibrio delicado, casi un baile de salón con reglas propias. Un tratado vigente establece que París garantiza la soberanía del Principado a cambio de que sus políticas no entren en colisión con los intereses galos. Esa cuerda floja explica muchas de las maniobras de Alberto II, un príncipe obligado a contemporizar entre su propia corte y el vecino gigante que lo protege.

La celebración de estos 20 años en el trono ha sido, en definitiva, un retrato fiel de su reinado: brillo en la superficie y complejidad en las profundidades. Hubo bufés gratuitos, música en directo y un gigantesco pastel iluminado por juegos de luces, como si el principado entero fuese un escenario de opereta. Pero también hubo ausencias y murmullos. No estaba Pierre Casiraghi, el más esquivo de los sobrinos; tampoco se disiparon los rumores de malestar en ciertos círculos financieros por la presión internacional sobre el secreto bancario. Y, sobre todo, quedó flotando en el ambiente la pregunta de siempre: ¿cómo se gobierna un país tan pequeño y tan inmensamente rico sin tropezar en cada esquina con un escándalo o una intriga?

Alberto II, con su gesto siempre moderado, parece haber encontrado la respuesta en una fórmula muy suya: sonreír sin exagerar, actuar sin estridencias y mantenerse en la delgada línea entre la leyenda y la realpolitik. No es poco para quien debe gobernar un Estado que cabe en un pañuelo, pero cuyos problemas y ambiciones son tan grandes como los de cualquier imperio. La historia de Mónaco, al fin y al cabo, es la historia de un sueño aristocrático que se resiste a desaparecer. Y en ese sueño, el príncipe Alberto sigue navegando, entre el lujo y las tormentas.