Casas Reales
Los veinte años de Alberto II en el trono: los Grimaldi, una familia al sol de Mónaco... Y el príncipe besó a Charlène
Lucas del Barco
En Mónaco, cuando suenan las campanas del palacio, el tiempo parece suspenderse como una pompa de jabón. Bajo el cielo limpio del verano mediterráneo, el príncipe Alberto II celebró este sábado sus dos décadas en el trono con una ceremonia que tuvo más de liturgia familiar que de acto de Estado. No hay en esta familia rigidez de protocolo: en los Grimaldi todo se cocina con una pizca de papel couché.
Se reunieron todos, como siempre hacen cuando la ocasión lo exige y la sangre llama. En primera línea, la princesa Charlène, esa esfinge de belleza rubia cuya sonrisa tiene el misterio de las mareas, acompañaba a los mellizos Jacques y Gabriella, que son aún demasiado pequeños para entender que las cámaras no paren de enfocarles porque algún día, si todo sigue como está previsto, ellos serán también protagonistas de esta misma historia.
Estaban también Carolina y Estefanía, las dos hermanas que son un álbum vivo de la crónica rosa de Europa, y junto a ellas, Andrea y Carlota Casiraghi, Alexandra de Hannover, Louis y Pauline Ducruet, y Camille Gottlieb, quien parecía brillar con luz propia entre tanta genealogía de fotograma. Faltaba Pierre, pero nadie preguntó por él en voz alta, como sucede en todas las familias donde el ausente es un hueco que se respeta en silencio.
La escena tenía algo de desfile de alta costura y mucho de álbum familiar al aire libre. Los niños correteaban entre los mayores, ajenos al peso de la historia que sus apellidos arrastran. Balthazar, Stefano y Maximilian Casiraghi ponían la nota de inocencia, haciendo travesuras al pie de la Place du Palais mientras los flashes recogían el instante para las crónicas de sociedad del día siguiente.
Alberto, por su parte, mostró una cara que pocas veces se ve en los rigores de la política: besó a Charlène, abrazó a sus hijos, saludó a sus ciudadanos estrechando manos con la calma de quien camina por el mercado de Fontvieille. Sonrió mucho, habló poco y se dejó querer, que para eso estaba la fiesta. Los monaguescos, fieles a esa cortesía de Estado que se cultiva en los pequeños principados, le dejaron mensajes de cariño que la Casa Real fue recogiendo y difundiendo en sus redes como un eco de afecto en tiempo digital.
El acto arrancó con luz dorada y terminó con la noche encendida en juegos de luces, mientras el himno sonaba y el aire traía el eco del Mediterráneo. Hubo un pastel gigante, de esos que a los niños les parece un castillo y a los mayores les recuerda que la vida, al fin y al cabo, es un banquete breve donde conviene celebrar lo que se tiene antes de que suene la última campanada.