Casas Reales
Charlène y la extraña familia: por qué nos dan igual Alberto de Mónaco, su escandalosa parentela y la horterada de sus galas
Sara Tejada
Nada que ver Maribel y la extraña familia, la comedia escrita por Miguel Mihura en 1959, con Charlène y su extraña familia política. Porque en este otro teatrillo que es Mónaco no sabemos quiénes son más extraños si la sudafricana o los Grimaldi. Cada año, este mini país de estraperlistas que coqueteó con los nazis cuando les vino bien a los antecesores de la familia reinante, disfraza su régimen de estructura casi medieval de modernismo democrático y de solidaridad envuelta en glamour y monta uno de esos shows de pago al que lo mismo van la Pantoja para fabricar una portada de revista del corazón que Almodóvar con su troupe que Ágatha Ruiz de la Prada. Aunque ésos son más del otro chiringuito organizado por los monegascos, el Baile De la Rosa, que para el caso…
Así, mientras Europa se enfrenta por el Oeste a Trump y sus aranceles, por el nordeste a Putin y la Guerra de Ucrania, y el Mediterráneo se desangra en varias de sus esquinas pobres, estos principescos se dedican en esta parte de la Riviera (que no es la de Gaza) a ponerse de tiros largos, a montar veladas a un dineral el cubierto y todo con la excusa de la caridad por alguna causa que expíe sus simpatías hitlerianas, sus apegos a los templos de la ludopatía más chic y su afición a las maldiciones, los accidentes, las tragedias, los hijos secretos, y los escándalos conyugales o sexuales. Por cierto, la princesa no estaba este sábado tan triste como de costumbre.
Lo que distrae a la mayoría de los cronistas, como suele ser costumbre, es el vestido escogido por la nadadora "contratada" como princesa, que parece que últimamente anda menos depre y menos desaparecida. También hay que fijarse en los demás outfits de los anfitriones y sus ilustres invitados. Es la superficialidad del principado. Dicho esto, podemos reseñar que Mónaco, en una de sus celebraciones estrella, la Gala de la Cruz Roja, al menos saca dinero para causas supuestamente justas y rinde homenaje a una actriz llamada Grace Kelly, tan bella e impresionante mujer como para redimir cualquier rasgo impresentable de su familia política y del principado por el que dejó su brillante carrera en el cine.
Pasen y lean
Y sí, pasen y lean… Charlène de Mónaco deslumbraba en la Gala de la Cruz Roja vestida de azul con su principito y su mirada perdida. Un año más, el matrimonio ha presidido esta cita supuestamente importante en la que bajo la excusa de recaudar fondos y agradecer el trabajo de los empleados y voluntarios de la Cruz Roja conforman la campaña de marketing que necesitan para sostenerse como templo del glamour. Lo que algunos llaman noche mágica para la realeza monegasca no es más que un grupo de listos o de primos con mono y poderosos que acuden a la ostentación de la caridad: este sábado se ha celebrado la Gala de la Cruz Roja, la cual los Grimaldi la venden como una de las citas más importantes para el Principado de Mónaco. Junto al Baile de la Rosa, es la única cita que marca el calendario social. Como decíamos, para sus seguidores tiene especial importancia, ya que son pocas las veces en que el príncipe Alberto y la princesa Charlène posan juntos fuera de un acto institucional. Así, desde que se dieron el 'sí, quiero' en 2011, sus apariciones conjuntas han sido estudiadas y han copado titulares en la prensa internacional. Más aún por los continuos rumores de crisis matrimonial. Unos felices enamorados si los comparamos con Carolina de Mónaco y Ernesto de Hannover (que aún están casados), Carlota, hija de la anterior y su segundo marido, Stéfano Casiraghi, fallecido en accidente a los 30 años, o Estefanía, cuya carrera sentimental es mucho más prolífica que la musical.
Hay lugares en el mundo que nacen para dar pena, otros para dar guerra, y unos pocos —los más inexplicables— para dar lástima. Mónaco pertenece a esta última categoría. No la lástima trágica de los perdedores, sino la lástima elegante de los que, habiéndolo tenido todo —oro, belleza, un pedazo de costa al sol y hasta a Grace Kelly— lo han convertido en un parque temático del glamour impostado
Cada verano, este retablo de opereta donde los millonarios juegan a ser nobles y los nobles juegan emparentan con millonarios, despliega su anacronismo más lustroso: la Gala de la Cruz Roja. Una velada que presume de caridad con el mismo descaro con el que un tahúr presume de honradez en una mesa de bacarrá. El ritual se repite sin sorpresas: Charlène —la nadadora convertida en princesa triste por decreto— posa junto a Alberto, ese príncipe sin épica que gobierna el único país del Europa donde los impuestos abundan menos que los pobres: no existen, pero las apariencias son sagradas. El evento se celebra entre cortinas de terciopelo rojo, copas de cristal tallado y fuegos artificiales que ciegan lo justo para que nadie vea la evidencia: nos da igual. Nos da igual Charlène, Alberto, la Pantoja invitada o el menú de 500 euros con trufa blanca y compromiso efímero. Nos da igual el drama conyugal, la mirada perdida de ella o la panza de él bajo el frac, porque en este teatro de cartón piedra ya ni el decorado convence.
Mónaco, ese rincón de Europa que sobrevivió a la historia a fuerza de no participar en ella, vive de un espejismo que se renueva cada temporada con tres ingredientes: lujo, nostalgia y una dosis leve de escándalo. Aquí la solidaridad lleva diamantes, y el glamour, olor a naftalina. Porque lo que la Gala de la Cruz Roja ofrece no es ayuda, sino una fantasía: que el dinero pueda redimir cualquier culpa —incluso haber coqueteado con los nazis en tiempos de necesidad o haber hecho del casino una institución de Estado. Esta gala, como el propio Principado, no es más que una ficción elegante. Lo llaman solidaridad, pero se parece demasiado a una subasta de vanidades. Lo llaman compromiso, pero huele a campaña de imagen. Lo llaman gala, pero es una feria: una feria de invierno vestida de verano, donde la realeza toca fondo con sandalias de pedrería y sonrisas de alquiler. Charlène, dicen los cronistas, lucía radiante. Y sí, lucía. Pero ¿qué es lucir si no hay brillo por dentro? En su vestido azul empolvado, plisado, con mangas tipo capa que caen con desgana desde unos hombros cansados, la princesa parecía más una invitada de piedra que una anfitriona. Hay vestidos que no visten, sino que esconden. La realeza sabe mucho de eso. El maquillaje, impecable; las joyas, de escándalo. Pero el alma, ausente. El alma hace tiempo que desertó de este cuento donde ni los buenos son tan buenos ni los malos tan interesantes.
Alberto II, por su parte, ofrece el mismo discurso de siempre: palabras medidas, sonrisa de funcionario y ese aire de caballero que lleva demasiado tiempo interpretando a un príncipe sin guion. Su gesto es tan neutro como un consejo de administración. Pero todo sigue su curso. La recepción, la tómbola benéfica (qué ironía), la cena, el baile. Después, los fuegos. Porque aquí todo acaba en fuegos artificiales. La vida en Mónaco es así: una pompa de jabón que explota con música de Alicia Keys.
Mientras Europa se tambalea entre la amenaza de Trump, los misiles de Putin y las pateras que naufragan a la altura de Lampedusa, en Montecarlo se baila. Se baila por la caridad, por la Cruz Roja, por la foto. No hay nada más cursi que la caridad con lentejuelas. Y sin embargo, vende. La gala, que algunos aún se atreven a llamar "noche mágica", no es más que una cumbre del "postureo solidario". El verdadero milagro de la noche es que aún haya quien se trague la escenografía. Las mesas vestidas de carmesí, los anturios rojos, la vajilla blanca perfectamente alineada y las servilletas como origamis palaciegos: todo colocado al milímetro, como si el desorden fuera pecado y el exceso, una virtud. En esta ópera de la vanidad, el buen gusto no se mide por la sencillez, sino por el peso en quilates. Hasta la iluminación ha sido diseñada para halagar a los filtros de Instagram.
Camille Gottlieb, hija de Estefanía de Mónaco, también desfiló por la alfombra. Dicen que deslumbró. Tal vez lo hizo. Pero la luz en Mónaco siempre es artificial. Todo es apariencia, todo es pose, todo es esa tristeza de opereta que produce ver a los ricos jugar a disfrazarse de salvadores del mundo. Nos dan igual, sí. Y no por crueldad, sino por hartazgo. Porque hemos visto demasiadas veces esta película y siempre acaba igual: con la misma princesa desanimada, el mismo príncipe con aire de notario, el mismo despliegue de lujo estéril. En el fondo, Mónaco es la gala. Y la gala es Mónaco: un escenario sin argumento, donde todos los personajes actúan como si aún importara. Y sin embargo, como ocurre con los folletines malos, no podemos evitar mirar. Hay algo hipnótico en esta decadencia disfrazada de elegancia. Es como ver a la nobleza en un escaparate, sabiendo que nada de lo que se muestra está en venta, pero todo está vacío. En un mundo donde las verdaderas tragedias se viven lejos del candelabro —en Gaza, en Ucrania, en el Estrecho—, estos fastos producen la misma emoción que un escaparate de Harrods a las tres de la madrugada.
Charlène y Alberto seguirán, como seguirán los titulares sobre si durarán, si se aman, si se toleran. Habrá otra gala el próximo verano. Otro vestido. Otro brindis. Otra ración de fuegos artificiales. La memoria colectiva no recordará cuánto dinero se recaudó para la Cruz Roja, pero sí qué joyas llevaba la princesa o qué diseñador firmó el vestido de Camille. Así funciona este circo.
Y aun así, entre tanta impostura, hay un gesto que salva esta mascarada: el recuerdo de Grace Kelly. Su presencia fantasmagórica es lo único que sigue dotando a Mónaco de una legitimidad estética. Fue tan perfecta, tan cinematográficamente bella, tan limpia frente al lodazal sentimental de los Grimaldi, que aún hoy consigue que uno dude. Tal vez —sólo tal vez— algo de esa luz aún flote en el aire salino de Montecarlo. Como un espejismo. Pero basta salir del casino, cruzar la frontera, entrar en Francia, para darse cuenta de que todo aquello no era real. Que lo de Charlène, Alberto y compañía es un episodio de "Dinastía" que alguien decidió convertir en protocolo. Y que, a pesar de todo, seguirán montando su gala cada año. Y nosotros, invariablemente, seguiremos sin darles importancia. O lo que es lo mismo: nos dan igual. Como los sueños que uno olvida al despertar. Como las canciones de verano. Como los reinados sin épica. Como los cuentos sin final.