Casas Reales
Cristina de Borbón, la infanta invisible que cumple 60 años en viernes 13 y ha encontrado su dignidad en el silencio
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Sara Tejada
Por las venas de Cristina de Borbón y Grecia corre la misma sangre que encendía candelabros en palacio y apagaba los rumores con el peso de las joyas de pasar. Pero ella, quien este viernes 13 cumple 60 años, ha preferido siempre la esquina discreta del salón, la voz baja y el paso medido, mientras el mundo se agitaba a su alrededor. Nació en Madrid un 13 de junio de 1965, cuando la historia democrática de España aún estaba por escribir, y lo hizo con el nombre completo de una letanía que resume su linaje: Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad. Segunda hija de los entonces príncipes Juan Carlos y Sofía, parecía destinada a vivir en los márgenes de la historia oficial. Y sin embargo, el destino le tenía reservado un primer plano que ella nunca pidió.
La infancia de Cristina transcurrió entre pupitres de colegio privado y tardes de uniforme en Santa María del Camino, lejos de la estridencia. Siempre estudiosa, siempre correcta, como si hubiera nacido sabiendo que en su lugar la extravagancia era una falta de etiqueta. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Complutense, donde no exigió trono, ni escolta, ni protocolo: llegaba cuando podía, se sentaba donde quedaba sitio. Tal vez ya entonces cultivaba esa virtud de la invisibilidad que solo se concede a quienes saben que lo importante ocurre fuera del foco.
Pero ningún anonimato sobrevive al amor cuando se cruza con los Juegos Olímpicos. En 1996, durante los de Atlanta, conoció al hombre que cambiaría su destino: Iñaki Urdangarin, jugador de balonmano de la Selección Española, rubio, alto, de sonrisa deportiva. El flechazo fue inmediato y en 1997 se casaron en Barcelona, bajo las bóvedas solemnes de la catedral, ante 1.500 invitados reales. Durante años, vivieron lo que parecía ser un cuento sin manzana envenenada. Tuvieron cuatro hijos: Juan, Pablo, Miguel e Irene. Barcelona les ofrecía una vida menos asediada por los flashes, con cenas familiares, amistades del mundo del deporte y alguna barbacoa en jardines sin historia.
Pero los cuentos también tienen sus bestias. La sombra del caso Nóos, ese eco de dinero desviado y favores cruzados, empezó a crecer como moho en una bodega húmeda. Cristina, que hasta entonces había mantenido su nombre limpio de escándalos, terminó sentada en el banquillo. Fue absuelta, sí, pero la cicatriz quedó. Su esposo fue condenado a cinco años y cumplió condena en la prisión de mujeres de Brieva, donde él era el único interno varón. Ella lo visitó desde Ginebra, donde vivía con sus hijos, sosteniendo el gesto como quien aguanta el viento en alta mar sin soltar el timón.
En medio de ese naufragio, llegó el naufragio sentimental. En 2022, cuando las imágenes de Iñaki paseando por la playa con otra mujer, Ainhoa Armentia, salieron a la luz, el matrimonio se declaró muerto. La infanta, abatida, silenciosa como siempre, no hizo declaraciones. Nunca lo hace. Pero las fotografías captaron esa tristeza que no necesita palabras. Se separaron oficialmente, tras años de distancias y silencios. De aquella historia solo quedó una discreta nostalgia, y cuatro hijos que fueron su escudo emocional.
Cristina no volvió a Barcelona, aunque recompró el piso donde vivió sus años de felicidad conyugal. Ya no hay palacetes ni jardines. La mansión de Pedralbes fue vendida para costear indemnizaciones. Desde su casa en Ginebra, donde nadie la reconoce, donde puede caminar sin ser escrutada, continúa su trabajo con la Fundación "la Caixa", que lleva tres décadas marcando su rutina: viajes a zonas desfavorecidas, reuniones en oficinas sin cuadros de Goya, tareas solidarias que ejercita con la misma disciplina con la que antes asumía su papel institucional.
Su vida ha sido una cuerda floja entre el protocolo y la libertad. Fue despojada de sus títulos cuando su hermano, el rey Felipe VI, marcó con gesto firme la distancia. Él le pidió que renunciara a sus derechos dinásticos; ella, que nunca ha sido de levantar la voz, se negó. Fue su manera de resistir sin ruido. Desde entonces, asiste a actos privados —funerales, bodas, aniversarios— donde aún posa al lado de su hermano, como si el afecto de la infancia resistiera la erosión del tiempo y el protocolo. A su lado siempre, su hermana Elena. Más que hermana, compañera de trincheras. Ambas comparten no solo el peso de la realeza en retirada, sino también el cuidado de su padre, Juan Carlos I, exiliado en Abu Dabi, convertido en el espectro de una monarquía que ha preferido mirar hacia adelante. Juntas, en silencio, han tejido una red familiar que sostiene lo que queda del pasado. Este viernes 13, al cumplir 60 años, la infanta cena en Zarzuela, discreta, con la reina Sofía a la cabeza y toda la familia alrededor. También prepara un viaje —el regalo que ha elegido— con sus hijos y las novias de estos, para celebrar no solo su aniversario, sino también los 20 años de su hija Irene, nacida un 5 de junio, como un presagio de renacimiento.
Cristina sigue esquiando, navegando, caminando por senderos que no conducen a coronas. Sigue en Ginebra, esperando visitas, leyendo en francés, viviendo a una velocidad que no marca el protocolo. Ama a sus hijos con la intensidad de quien ha perdido casi todo, menos lo importante. Tiene amigos de siempre: su prima Alexia de Grecia, Cristina de Borbón Dos Sicilias, Pedro López-Quesada. Con ellos mantiene conversaciones de sobremesa, risas de complicidad, recuerdos de un tiempo sin escándalos.
En este cumpleaños, Cristina no espera homenajes. Quizá ni flores. Pero hay algo que sí se intuye: ha logrado convertirse en eso que muy pocos royals consiguen ser sin abdicar del todo: una mujer libre. Sin estridencias, sin discursos. Ha hecho de su vida una línea tranquila, una resistencia de fondo. Ha sobrevivido a la historia con el estilo de quien prefiere callar mientras los demás gritan.