Casas Reales

El rey Carlos III y el Papa, un encuentro anulado en el umbral del tiempo: lo que la historia se pierde


Informalia

En la escenografía solemne de la diplomacia vaticana, donde las sombras de los siglos se deslizan entre columnas salomónicas y el eco de los rezos se funde con la historia, se esperaba la visita de un monarca que encarna la paradoja de la modernidad y la tradición. Carlos III, rey de un imperio que ya no existe, cabeza de una iglesia que nació en rebeldía contra Roma, no acudirá al Vaticano para encontrarse con el Papa Francisco, un pontífice que ha hecho de la heterodoxia su bandera en una institución anclada en la eternidad.

Pero este no era un viaje cualquiera. Ambos protagonistas avanzan con paso incierto en los corredores de su propio destino. Francisco, de 88 años, acaba de recibir el alta médica tras una de esas dolencias que parecen pequeñas en los comunicados oficiales, pero que en su cuerpo delatan la fragilidad de un anciano que carga sobre sus espaldas la cruz de la Iglesia. Del otro lado, Carlos III, a sus 76 años, enfrenta su propio calvario, un cáncer cuyo tratamiento ha reducido sus apariciones públicas y ha sembrado en la corte británica una preocupación latente. Así, era de esperar, como acaba de comunicarse, que la reunión no se lleve a cabo. No veremos ese encuentro entre dos hombres que caminan sobre el filo de la existencia, con la serenidad de quienes saben que ya no les queda más que el legado.

Los antecedentes: cuando el protestante llamó a la puerta de Roma

El viaje de Carlos III al Vaticano tenía un peso simbólico que iba más allá del protocolo. Si bien las relaciones entre la monarquía británica y la Santa Sede han pasado de la hostilidad a la cortesía con los siglos, el recuerdo de Enrique VIII y su cisma sigue latiendo en el trasfondo de cada encuentro entre un rey inglés y un Papa.

Hubo un tiempo en que los monarcas británicos ni siquiera podían pisar suelo vaticano sin desafiar las leyes de su propio reino. No fue hasta 1961 cuando un soberano inglés, una soberana, Isabel II, realizó una visita oficial al Papa Juan XXIII, marcando un hito en la distensión de relaciones. En aquella ocasión, el encuentro fue descrito como cálido y cordial, aunque siempre bajo el velo de la diplomacia. La Reina volvió a visitar a otros pontífices en los años sucesivos: Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, en cada ocasión consolidando una relación que, aunque carente de lazos formales, ha adquirido la familiaridad de un viejo matrimonio que, pese a sus diferencias, ha aprendido a convivir.

Carlos III, sin embargo, iba a llegar al Vaticano con una circunstancia diferente. Ya no es solo el Rey de Inglaterra, sino también el hombre que, tras décadas de espera, ha asumido un trono que le ha dado poco respiro. A diferencia de su madre, que encarnaba la estabilidad y la constancia, él representa el cambio y la incertidumbre. La enfermedad que lo aqueja ha acelerado una carrera contra el tiempo: su reinado ya no es una promesa de futuro, sino un presente que se desliza rápidamente entre sus dedos.

Francisco y Carlos: dos hombres frente al ocaso

El Papa Francisco, nacido Jorge Mario Bergoglio en los arrabales de Buenos Aires, nunca ha sido un pontífice convencional. Su llegada al trono de San Pedro supuso una sacudida para la Iglesia, acostumbrada a la rigidez doctrinal y a los gestos calculados. Francisco ha preferido la cercanía al pueblo, la improvisación en sus discursos y la incomodidad de quienes le rodean, tanto dentro como fuera del Vaticano. Sus gestos han sido una constante ruptura con la solemnidad del papado: un pontífice que renunció a los lujos del Palacio Apostólico, que abraza a los enfermos sin miedo y que se ha permitido la audacia de pronunciar palabras que, en otro tiempo, hubieran sido consideradas anatema.

Carlos III, por su parte, es un rey que ha tenido que amoldarse a un tiempo que ya no es el suyo. Durante décadas, vivió en la sombra de Isabel II, esperando su momento con la paciencia de quien sabe que el destino es inexorable. Su llegada al trono, sin embargo, ha coincidido con una era en la que la monarquía británica enfrenta una crisis de relevancia. A diferencia de su madre, cuya imagen se convirtió en un símbolo de continuidad, Carlos ha tenido que lidiar con un mundo donde las instituciones tradicionales han dejado de ser incuestionables.

Pero lo que une a Francisco y a Carlos III en este momento es algo más profundo que la política o la religión. Ambos son hombres que se enfrentan a la fragilidad del cuerpo, a la certeza de que el tiempo ya no está de su lado. Ambos han vivido lo suficiente para ver cómo las certezas de su juventud se desmoronan y han aprendido que el poder es, en última instancia, una ilusión pasajera.

El peso simbólico del encuentro

La visita anulada contaba con la presencia de Camila. No veremos la imagen de la reina divorciada y Carlos III y Francisco juntos en el Vaticano, no será esa una de esas postales que resumen un tiempo y un espíritu. No veremos ese encuentro entre el jefe de la Iglesia Anglicana y el líder del catolicismo, ese diálogo entre dos figuras que, cada una a su manera, han sido testigos del final de una era.

El trasfondo del viaje no hubiera podido separarse del estado del mundo. Europa, sacudida por conflictos y tensiones, mira con escepticismo a sus viejas instituciones. La Iglesia Católica enfrenta una crisis de fe, y la monarquía británica se debate entre la tradición y la necesidad de reinventarse. En este contexto, la reunión de Francisco y Carlos III que acaba de anularse tenía un matiz casi crepuscular: dos hombres que, más que representar el poder, encarnan su fragilidad.

Quizás en ese encuentro hubiera habido lugar para palabras de esas que no trascienden los comunicados oficiales, para gestos que solo ellos hubieran comprendido. Tal vez el Papa, que ha hecho de la misericordia su lema, le hable a Carlos III en la distancia pero con la cercanía de quien ha aprendido que lo esencial no está en las distancias cortas ni en las coronas ni en las tiaras, sino en la conciencia de lo efímero. Y quizás el Rey, en la intimidad de un momento fugaz, descubra que no hace falta plantarse en los salones vaticanos para comprender a su edad y con su cáncer a cuestas que el tiempo tiene otra medida, donde un monarca no es más que un visitante pasajero en el umbral de la eternidad.