Casas Reales

El hijo del duque de Westminster llega con mucho más que un pan debajo del brazo: una infancia marcada por la opulencia y la discreción


    Lucas del Barco

    El linaje de los Grosvenor se extiende como una de esas raíces profundas que sostienen la historia británica. Dueños de vastos terrenos en Londres, herederos de una fortuna que se mide en miles de millones y con un apellido que resuena en los salones más exclusivos del Reino Unido, los miembros de esta familia han sabido combinar la ostentación con la reserva, el lujo con la disciplina. Ahora, con la noticia del primer hijo de Hugh Grosvenor y Olivia Henson, el ciclo se repite. Nacerá en el seno de una de las casas más ricas del mundo, rodeado de tradiciones centenarias, aunque quizá sin el peso asfixiante de otras dinastías europeas.

    El peso de un apellido y la ligereza de una educación atípica

    A simple vista, parecería que el niño que está por llegar tendrá una vida escrita de antemano, encorsetada por la herencia de sus antepasados. Sin embargo, si algo han demostrado los Grosvenor es que la sangre azul y los miles de millones no han sido siempre sinónimo de frivolidad. Gerald Grosvenor, el sexto duque y padre de Hugh, repetía a menudo que su hijo había nacido con "la más larga cuchara de plata imaginable", pero que eso no significaba que tuviera que pasar el resto de su vida con ella en la boca.

    Hugh, hoy convertido en el séptimo duque de Westminster, creció con esa idea. Aunque su apellido estuviera grabado en las piedras de Belgravia y Mayfair, aunque Eaton Hall —la mansión donde nació y donde criará a su hijo— albergara una colección de Van Dycks y Rembrandts, él no fue educado en la ostentación. Su infancia transcurrió en un ambiente que, para los estándares aristocráticos, podría calificarse de sorprendentemente discreto. Estudió en escuelas alejadas del elitismo extremo y llevó una vida universitaria sin grandes excentricidades, hasta el punto de que muchos de sus compañeros ignoraban que estaban conviviendo con uno de los futuros hombres más ricos del país.

    Este equilibrio entre el privilegio y la moderación es algo que probablemente intente inculcar a su descendencia. Sin embargo, ¿hasta qué punto se puede enseñar normalidad cuando la vida transcurre entre mansiones victorianas y fincas que abarcan miles de hectáreas?

    Un castillo, un ducado y una educación más allá de los muros de Eaton Hall

    El hogar donde crecerá el heredero no es una casa cualquiera. Eaton Hall es una de las grandes propiedades del Reino Unido, con jardines que se extienden más allá de donde alcanza la vista y una historia que se remonta al siglo XVII. A pesar de su magnificencia, no es un lugar de exhibición constante. En él, los Grosvenor han mantenido una vida alejada de los flashes, sin grandes fiestas salvo en contadas ocasiones.

    No obstante, incluso en la aristocracia moderna, la educación de un niño no se deja completamente en manos de institutrices y preceptores, como ocurría en el pasado. Hugh y Olivia, antes incluso de casarse, dejaron claro que su vida estaría en el campo, lejos del bullicio de Londres, y que formarían allí su hogar. Pero, aunque Eaton Hall sea su refugio, la enseñanza de su hijo probablemente pasará por algunas de las instituciones más prestigiosas del país.

    El propio Hugh asistió a colegios que, aunque privados, no eran los típicos internados de la realeza y la nobleza británica. Su educación estuvo marcada por una voluntad de equilibrio: suficiente disciplina para que no creciera como un joven derrochador, pero sin privarlo del legado que le correspondía. Ese modelo parece ser el que se aplicará a la siguiente generación.

    Los lazos con la monarquía y el peso de la historia

    Si hay algo que distingue a los Grosvenor de otros millonarios británicos es su vínculo directo con la monarquía. No son solo aristócratas con títulos antiguos: han sido amigos y consejeros de los Windsor durante generaciones.

    El rey Carlos III es padrino de Hugh, y este, a su vez, es padrino del príncipe George. La relación entre ambas familias es una de las más sólidas dentro de la nobleza británica, y no sería extraño que, en unos años, el nuevo miembro de la familia Grosvenor jugara en los jardines de Eaton Hall con los hijos del príncipe William.

    Sin embargo, esa cercanía a la realeza no se ha traducido en una actitud servil ni en una dependencia de la Casa Real. Al contrario, los Grosvenor han sido siempre una entidad por derecho propio, con una influencia económica que supera, en muchos sentidos, a la de los propios Windsor.

    El control de su inmensa fortuna ha sido históricamente celoso. Desde mediados del siglo XX, el patrimonio familiar está protegido por un sistema de fideicomisos que impide que decisiones impulsivas o matrimonios desafortunados pongan en riesgo su estabilidad. Hugh, a pesar de ser el rostro visible del imperio, no puede disponer de todo su dinero a su antojo, y lo mismo ocurrirá con su hijo.

    El futuro de una dinastía que se adapta al siglo XXI

    Si algo caracteriza a la nueva generación de la aristocracia británica es su esfuerzo por romper con los clichés del pasado. Los duques ya no se comportan como en las novelas de Evelyn Waugh. No hay escándalos con despilfarros en casinos ni excentricidades que llenen las portadas de los tabloides.

    Hugh, en particular, ha mostrado un perfil más pragmático y discreto. Ha trabajado en el sector de la sostenibilidad y ha tratado de dar a su nombre una dimensión más acorde con los tiempos. Es probable que su hijo crezca con una idea parecida: la de que la riqueza heredada no es solo un privilegio, sino también una responsabilidad.

    Aun así, el entorno en el que crecerá estará marcado por la opulencia, por más que sus padres intenten inculcarle valores distintos. Eaton Hall será su patio de juegos, sus primos serán herederos de fortunas similares, y sus amigos, desde la infancia, pertenecerán a un círculo exclusivo.

    La gran incógnita es si logrará, como su padre antes que él, moverse con naturalidad entre dos mundos: el de una riqueza casi inimaginable y el de una existencia que, aunque lujosa, no caiga en la ostentación vacía.

    En este sentido, su historia está por escribirse. Los Grosvenor han demostrado que se puede ser dueño de medio Londres y, aun así, pasar desapercibido cuando se quiere. Pero no todos los herederos logran ese equilibrio.

    Lo único seguro es que este niño, aún sin haber nacido, ya tiene un destino que pocos pueden imaginar. La gran mansión del Cheshire, los lienzos de maestros colgados en las paredes de su hogar, la familia real británica como parte de su vida cotidiana… Todo eso formará parte de su día a día, aunque la gran pregunta siga siendo la misma: ¿será posible criarlo de una manera que no lo convierta simplemente en un símbolo de la vieja aristocracia, sino en alguien que entienda el peso de su apellido sin que este lo aplaste? Tal vez, en unos años, cuando se le vea caminando por Eaton Hall, sabremos la respuesta.