Casas Reales

La vida cotidiana de los príncipes de Gales como padres: ¿son Kate Middleton y Guillermo buenos educadores para sus hijos?


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En el interior de Adelaide Cottage, con su fachada de cuento y su jardín donde crecen los rosales con la misma paciencia con la que se cultivan los futuros reyes, los príncipes de Gales ensayan, día tras día, el difícil papel de la normalidad. No hay nada más complicado que ser común cuando se nace con destino de estatua ecuestre. Sin embargo, Kate Middleton y el príncipe Guillermo se han empeñado en lograrlo, o al menos en hacer la pantomima de la vida corriente con la mayor naturalidad posible.

La educación de sus hijos es el punto central de este experimento. Nada de internados victorianos donde los niños aprenden a no llorar bajo el peso de la tradición. No. Aquí la pedagogía se cuece en los fogones de la experiencia familiar, en la manera en que George, Charlotte y Louis se ensucian las manos en el jardín, hacen pizzas con sus padres o aprenden galés con la misma seriedad con la que sus antepasados aprendieron latín para firmar edictos. Se trata de un reinado de lo cotidiano, donde el uniforme de los príncipes es un chándal bien planchado y la corona se lleva entre emojis en un grupo de WhatsApp de madres y padres preocupados por las notas de sus hijos.

Un rey sin internado

Para George, el destino ya está escrito en tinta azul en los diarios británicos. Será rey, si todo sale como está previsto, y cuando le llegue el turno de hacer su primer discurso, tal vez recuerde con nostalgia aquellos días en los que su mayor responsabilidad era limpiar los pinceles después de una tarde de pintura en el comedor. Sus padres, conscientes de la carga, han decidido no enviarlo a Eton, el colegio de los futuros líderes de la nación, donde su padre y su tío aprendieron a navegar las aguas turbulentas de la nobleza. En su lugar, contemplan la posibilidad de que estudie en Marlborough College, el internado donde su madre perfeccionó el arte de la discreción y la sonrisa fotogénica.

Pero la escuela es solo un capítulo más en esta biografía de infancia controlada al milímetro. En casa, Kate y Guillermo ejercen de monitores de actividades extraescolares. George ha tomado clases de danza clásica, Charlotte le sigue los pasos y ambos han desarrollado una afición por la fotografía y la pintura, como si ya estuvieran preparándose para ilustrar con óleos las futuras portadas de los tabloides. Louis, el más pequeño, solo tiene oídos para la batería, y en su cabeza de niño de seis años, cada evento real es una oportunidad para improvisar un solo de percusión en el aire, como si el balcón de Buckingham fuese el escenario de Glastonbury.

Pequeños rebeldes de la realeza

El problema de criar niños con demasiada normalidad en una familia que solo es normal a la luz de los reflectores es que, de vez en cuando, los pequeños se olvidan de que llevan la historia de Inglaterra en la sangre y actúan como cualquier otro niño de su edad. La prensa adora a Louis porque no entiende —o finge no entender— que su deber es quedarse quieto durante los eventos oficiales. Hace muecas, se tapa los oídos, se impacienta y se aburre a la vista de todo el Reino Unido. Charlotte, por su parte, ya ha aprendido que la espontaneidad tiene sus límites: tiró la lengua en una regata de caridad, sin saber que el objetivo de los paparazzi estaba esperando su momento. Desde entonces, sonríe con el control de una actriz que ha ensayado cada gesto en el espejo de su habitación.

Por ahora, Kate y William permiten estas pequeñas rebeldías con la indulgencia de quienes saben que la infancia es un bien perecedero. La psicoterapeuta Lucy Baresford, en un documental reciente sobre el pequeño George, explicaba que el objetivo de los príncipes es que sus hijos crezcan sintiéndose como personas normales, sin la arrogancia de la nobleza pero con la convicción de que algún día tendrán que cargar con ella. No es una tarea fácil.

WhatsApp y la rutina plebeya

Para reforzar esta idea de que ser príncipe no es más que un título en el papel, Kate Middleton se ha infiltrado en el universo terrenal de las madres preocupadas. Forma parte de un grupo de WhatsApp de padres del colegio, donde comparte inquietudes, organiza actividades y, probablemente, lee mensajes llenos de emojis y audios interminables sobre los horarios de las excursiones.

El príncipe Guillermo, por su parte, hace esfuerzos similares. Se le ha visto conversando con otros padres en la puerta de la escuela, como si su rango no lo distinguiera de los demás, y hasta se ha apuntado al gimnasio donde entrenan algunas de las madres del colegio. Entre levantamiento de pesas y clases de spinning, el príncipe parece haber encontrado el único espacio donde su linaje se diluye entre el sudor y la fatiga.

Pero el gran experimento educativo no se limita a la rutina escolar o a la sociabilidad de los grupos de WhatsApp. En un gesto que desafía la solemnidad de su linaje, los príncipes de Gales han decidido aprender gallés con la misma herramienta que cualquier adolescente con ganas de mejorar su currículo: Duolingo. La aplicación, con su diseño colorido y su insistente búho, se ha convertido en el método de enseñanza real. William ya habla gallés con soltura, mientras que George y sus hermanos juegan a descifrar frases que algún día podrían pronunciar con la seriedad de un monarca en un discurso oficial.

Esta obsesión por la educación no es solo una estrategia de marketing. Kate, en una de sus escasas confesiones sobre su vida privada, ha dicho que sus propios padres le inculcaron valores esenciales: la amabilidad, el respeto y la honestidad. Más allá de la ortografía y la gramática, lo que quiere para sus hijos es que crezcan con una brújula moral que los guíe cuando llegue el momento de enfrentarse a su destino.

El refugio de Adelaide Cottage

Para conseguirlo, la familia ha optado por la reclusión estratégica. Abandonaron Londres y la mansión de Kensington, donde las cámaras acechaban desde los setos, y se refugiaron en Adelaide Cottage, un rincón idílico donde pueden plantar girasoles sin miedo a que las fotos de la cosecha terminen en los tabloides.

Allí, entre árboles centenarios y el murmullo de un río cercano, los pequeños príncipes aprenden que el tiempo en familia es tan valioso como cualquier lección de historia. Se ensucian las manos en la tierra, hacen pizza en la cocina, ven la televisión juntos y, por un momento, logran olvidar que un día sus vidas estarán escritas en tinta dorada en los libros de historia.

Porque en el fondo, de eso se trata este experimento: de disfrazar la realeza de normalidad el mayor tiempo posible. Que los niños crezcan creyendo que son como los demás, aunque en el fondo todos sepan que algún día, tarde o temprano, la corona los llamará a filas. Mientras tanto, Kate y William siguen con su farsa encantadora, mezclándose con padres y madres en la puerta del colegio, compartiendo recetas en WhatsApp y repasando sus lecciones de gallés en una aplicación donde un búho sonriente les recuerda que todavía tienen ejercicios pendientes.