La joya de la corona que heredarán Froilán y Victoria Federica cuando Jaime de Marichalar deje este mundo
Informalia
Por cómico que resulte, es completamente cierto que Froilán y Victoria Federica ocupan el cuarto y quinto lugar, respectivamente, en la sucesión a la jefatura del Estado. Por detrás de sus primas, la princesa Leonor, la infanta Sofía y su propia madre. Pero podemos estar tranquilos porque no es por tanto nada probable que Froilán o su hermana hereden el trono de España. Y eso a pesar de que su madre la infanta Elena es la primogénita de Juan Carlos I y la reina Sofía. Pero una ley machista, hoy día completamente inasumible (aunque vigente), apartó a la infanta simple y llanamente por ser mujer, igual que a su hermana la infanta Cristina, para dar preferencia al benjamín por ser varón.
No tendrán corona por tanto Froilán ni Victoria Federica pero sí heredarán entre otras maravillas (por parte materna y de su abuelo el Emérito) la joya de la corona del patrimonio de Jaime de Marichalar.
En un país donde la nobleza hace tiempo que dejó de brillar con luz propia, reducido su esplendor a desfiles de moda benéficos y escapadas fiscales a paraísos lejanos, todavía queda un bastión de aristocracia que se mantiene firme, altivo y con la cabeza bien alta. Ese bastión es Jaime de Marichalar, ex duque de Lugo, ex yerno de los reyes, ex marido de la infanta y ex muchas otras cosas, pero, ante todo, caballero de refinado gusto y poseedor de la más selecta de las distinciones: la de quien nunca se rebaja a la vulgaridad del mercado inmobiliario.
Porque si algo ha quedado claro, tras los años de esplendor, caída y resurrección de su figura, es que el ex de la infanta Elena no vende ni alquila. La joya de su corona –un tríplex de dimensiones palaciegas en pleno barrio de Salamanca– es innegociable. Será su legado, su testamento en vida, el último bastión de la aristocracia Marichalar antes de que la modernidad termine de devorarlo todo con sus adosados prefabricados y sus préstamos al 3%.
Una casa con pedigrí
Cuando la infanta Elena, liberada de la obligación conyugal, se instaló en un espacioso piso en el Niño Jesús, Jaime de Marichalar tuvo que buscar acomodo acorde a su rango. La sangre azul merece salones amplios, aunque no sea tan azul como la de los Borbones, techos altos y una chimenea en la que arda algo más que facturas del banco. No era cuestión de rebajarse a la mediocridad de un apartamento funcional, así que, con la determinación de un monarca destronado, encontró su nuevo reino: 735 metros cuadrados de elegancia, distribuidos en tres plantas, con biblioteca para repasar los clásicos, piscina privada para refrescarse los días de estío y una terraza donde recibir, con la solemnidad que corresponde, a los pocos elegidos que puedan estar a la altura.
A diferencia de su exmujer, que tuvo la fortuna de recibir su nuevo hogar de manos generosas, Marichalar tuvo que hipotecarse. La aristocracia, como todo el mundo sabe, no suele nadar en efectivo. El dinero en la nobleza se hereda o se debe. Así que, como cualquier hijo de vecino –aunque con una diferencia de 600 metros cuadrados y una piscina más–, se comprometió a pagar su residencia a plazos. La hipoteca se firmó en 2005 y vencerá en 2035, momento en el que, si los hados son propicios, la gran joya de su patrimonio pasará limpia y sin cargas a sus descendientes.
La vida en la Milla de Oro
Jaime de Marichalar siempre tuvo claro que la vida es cuestión de estilo, y estilo es precisamente lo que le sobra. Mientras algunos se preguntaban qué hacía exactamente para ganarse la vida, él se convirtió en la personificación del lujo patrio, asesor de marcas exquisitas, embajador de la sastrería perfecta, dandy mesetario con un toque de excentricidad cosmopolita.
El barrio de Salamanca no podía haber encontrado mejor inquilino. No en vano, allí se cruzan dos mundos: el de los aristócratas de toda la vida, con sus apellidos rimbombantes y sus árboles genealógicos extensos como un encaje de bolillos, y el de los nuevos ricos, que desembarcan con sus deportivos y sus relojes ostentosos, creyendo que el dinero puede comprar el refinamiento. Marichalar, naturalmente, pertenece al primer grupo.
Mientras su exmujer eligió la placidez de un barrio familiar, él se quedó donde siempre quiso estar: en el epicentro del lujo, a un paso de las boutiques más exclusivas, los restaurantes más sofisticados y los eventos donde aún se sirve el champán en copas de cristal tallado y no en vaso de plástico.
Distribución de un palacio urbano
Como cualquier monarquía que se precie, el hogar de Jaime de Marichalar está jerárquicamente estructurado. La primera planta es el dominio de lo cotidiano: un salón donde recibir con solemnidad, una biblioteca donde reflexionar con gravedad y una cocina que, presumiblemente, no ha sido profanada por las manos de su propietario. También se encuentra allí la zona de servicio, porque si algo ha sabido conservar la aristocracia es la capacidad de delegar las tareas mundanas en quienes nacieron para realizarlas.
En la segunda planta, el descanso. Allí se encuentran los dormitorios, entre ellos los reservados para los herederos del imperio Marichalar: Froilán y Victoria Federica. Aunque estos han pasado más tiempo en la casa materna, la de papá siempre estuvo a su disposición. Nunca fue un hogar de referencia, pero siempre tuvieron un refugio disponible, envuelto en terciopelo y decorado con exquisita sobriedad.
El último nivel es la joya de la corona: el 'penthouse'. Allí, con Madrid a sus pies, Jaime de Marichalar disfruta de su terraza, su piscina privada y su dormitorio principal, un santuario de buen gusto que lleva la firma de Rosa Bernal, interiorista de confianza. Dicen quienes han visitado el lugar que el detalle más sorprendente no es la chimenea ni las vistas ni los tapices, sino el cuadro del propio Marichalar que cuelga en uno de los baños. Porque la realeza, aunque venida a menos, sigue teniendo claro que la mejor compañía en los momentos de introspección es su propia imagen.
La herencia de una dinastía
Jaime de Marichalar lo ha dejado claro: la casa no se vende. No se negocia. No se traspasa a nuevos ricos con ínfulas. Este tríplex no es un simple activo inmobiliario, sino el legado tangible de un hombre que ha sabido mantener el tipo tras la caída en desgracia. Cuando él ya no esté –esperemos que muy tarde, por el bien de la crónica social–, la casa pasará a sus hijos.
Felipe Juan Froilán, hoy "co-exiliado dorado" en los Emiratos, cerca del abuelo, y Victoria Federica, concursante de El Desafío y eterna aspirante a influencer de la aristocracia, serán los destinatarios de la joya de la corona. ¿Qué harán con ella? ¿La conservarán como museo de un linaje que ya no existe? ¿La venderán al mejor postor? ¿O acabarán dividiéndola en pisos turísticos con nombres como Royal Suite Froilán y Vic's Luxury Loft?
De momento, la incógnita permanece. Lo único cierto es que el hombre que un día fue yerno de los reyes ha sabido proteger su patrimonio con la obstinación de quien entiende que la verdadera nobleza no se mide en títulos, sino en metros cuadrados.
Y así, entre cuadros de sí mismo, pantalones de colores y la certeza de haber vivido siempre con una elegancia innegociable, Jaime de Marichalar sigue paseando por la Milla de Oro, consciente de que, en un mundo donde todo se compra y se vende, aún hay cosas que no tienen precio. O, al menos, no uno que él esté dispuesto a aceptar.