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El mejor ejercicio de Simón Bales: sobrevivir a un depredador sexual y esperar feliz con su marido a Los Ángeles 2028


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Cumple 28 años en marzo y tiene una fortuna estimada de 16 millones de dólares. Es decir, una vida maravillosa por vivir. Pero hay vidas que se construyen como una pirámide: sólido el cimiento, perfectos los ángulos, cada escalón medido al milímetro para que el vértice alcance las alturas. Y hay otras vidas, como la de Simone Biles, que se levantan en un perpetuo equilibrio sobre la cuerda floja, sin red ni guion. Con 41 medallas entre Campeonatos Mundiales de Gimnasia Artística (23 oros, 4 platas y 3 bronces) y Juegos Olímpicos (alcanzó 11), Biles es la gimnasta más laureada en la historia. Pero la campeona de Ohio no escaló hasta el Olimpo; lo conquistó saltando. Y mientras sus piruetas han desafiado a la gravedad, su historia ha enfrentado demonios más densos que el aire.

Simone Biles nació para volar, pero antes tuvo que aprender a caer. Primero, en los brazos de unos abuelos que se convirtieron en padres cuando la adicción devoró a su madre biológica. Luego, en la batalla silenciosa contra las heridas más profundas, aquellas infligidas por un monstruo con bata blanca protegido por el sistema. Y después, cuando la perfección —ese dios cruel que adora el público y consume a sus víctimas— le exigió más de lo que su cuerpo podía dar.

En París, esa ciudad que celebra lo efímero y lo eterno, Biles regresó para recordarnos que lo humano siempre es más conmovedor que lo perfecto. Con cada giro y cada caída, ofreció un espectáculo que no solo era gimnasia, sino un ejercicio de redención pública. Allí donde las luces del Bercy Arena la iluminaban como a una diosa, ella se mostró como lo que realmente es: una mujer capaz de sobrevivir, de perdonar y de seguir avanzando con el peso de sus propias cicatrices.

La medalla que no pesa

Las estadísticas dirán que Biles ganó tres oros en París, que volvió a elevarse con ese Yurchenko de doble carpado que aterroriza a cualquiera que intente emularlo, y que su talento sigue siendo inigualable. Pero la escena que quedará en la memoria colectiva no está pintada en oro. Fue plata, y con ella una lección de humanidad: el día que se arrodilló en el podio para reconocer la victoria de la brasileña Rebeca Andrade.

Ese gesto, tan pequeño y tan infinito, mostró que la grandeza no está en ganar siempre, sino en saber detenerse. En aceptar el límite sin miedo. En aplaudir a la rival como quien reconoce la belleza de una flor que crece al lado del camino. Fue el momento en que el mito cedió el paso a la persona y el mundo entendió que la verdadera victoria de Simone no estaba en su cuello, sino en su alma.

El vuelo sereno

Hoy, Simone Biles vive lejos de la presión de los focos. Sus saltos, aunque menos frecuentes, aún son majestuosos, pero han cambiado de escenario. Ahora los ejecuta en su vida diaria, en el equilibrio que ha encontrado entre el amor, la calma y las oportunidades que ella misma se ha creado. Con su marido, Jonathan Owens, pasea por los estadios de la NFL como una fan más, disfruta del lujo de entrenar a su ritmo y diseña maillots para niñas que sueñan con volar como ella.

En Houston, pronto abrirá un restaurante que llevará su nombre, como un ancla en la tierra para una mujer que siempre ha flotado en el aire. Mientras tanto, sus líneas de ropa y sus contratos publicitarios han convertido su imagen en un símbolo universal de resiliencia, belleza y fuerza. Porque Biles, que ganó más de 11 millones de dólares el último año, sabe que la verdadera riqueza no está en el banco, sino en la libertad de elegir cómo vivir.

Los Ángeles 2028: ¿un último salto?

¿Volverá a competir en unos Juegos? Esa es la pregunta que se repiten los periodistas, los fans y quizá hasta ella misma. Tendrá 31 años cuando Los Ángeles 2028 encienda su llama olímpica, una edad que para cualquier gimnasta parece más propia de la retirada que del podio. Pero Biles, como siempre, desafía los límites del cuerpo y la lógica.

"Nunca digas nunca", sonríe cuando le preguntan, con esa mezcla de alivio y felicidad que ahora define su rostro. No tiene prisa por decidirlo, porque por primera vez en su vida no siente que la perfección sea una obligación. Y si decide regresar, será porque así lo quiere, no porque alguien más lo exija.

Simone Biles ha dejado de ser solo una gimnasta; ahora es un mapa hacia la felicidad. Su historia no trata de medallas ni de récords, aunque ambos sobran en su palmarés. Es un relato sobre cómo levantarse después de caer, sobre cómo volar cuando el mundo te ha atado los pies. En cada salto, ella nos ha enseñado que la vida no es un ejercicio perfecto, sino una danza entre lo que tememos y lo que amamos. Y que la verdadera gloria no está en el aire ni en el podio, sino en encontrar el suelo firme donde descansar.

Simone Biles no ha dejado de volar. Ahora lo hace a su manera: con serenidad, con libertad y con esa alegría que siempre será su medalla más valiosa.