Casas Reales

Aquellos ¿maravillosos? años: evolución de la Navidad de los Borbones, del teatrillo ochentero al presente fracturado

    La imagen del matrimonio que nos llegaba a los españoles.

    Informalia

    La historia de una familia puede contarse a través de sus cenas navideñas. A finales de los setenta, ya muerto Franco y Juan Carlos I de jefe de Estado, y en los años ochenta, cuando la monarquía española emergía como un símbolo de estabilidad, las Navidades en el Palacio de la Zarzuela parecían el retrato idílico de una España que abrazaba la modernidad. Luces doradas, villancicos resonando por salones alfombrados, y los aromas entrelazados del cordero al horno y el turrón casero componían un cuadro que proyectaba unidad, armonía y esperanza.

    Sin embargo, como sucede con los espejos empañados, la imagen que llegaba al pueblo no era la realidad, sino una ilusión cuidadosamente construida. Bajo la fachada de familia unida, se escondía una dinámica marcada por las tensiones, los silencios y, sobre todo, los secretos. En Zarzuela, las cenas de Nochebuena podían parecer la culminación de la unión familiar, pero fuera de cámara se libraban batallas que pocos sospechaban: las infidelidades del rey Juan Carlos, las tensiones matrimoniales, y los conflictos de una familia que debía cumplir con las exigencias de un papel casi teatral ante los ojos de una nación.

    La escenografía de la Navidad borbónica: un cuento de hadas para el pueblo

    La nieve que caía suavemente sobre las cumbres de Baqueira Beret hacía el papel de decorado de una postal perfecta. Allí, en medio del fulgor invernal, la familia real descendía las pistas como si interpretara una escena de una película familiar dirigida por algún cineasta del régimen. Las cámaras capturaban al Rey Juan Carlos con su sonrisa de monarca campechano, flanqueado por sus hijos y nietos, mientras la Reina Sofía, con su porte de esfinge inquebrantable, se erigía como la matriarca incuestionable. Pero si se rasgaba apenas el telón de este tableau vivant, lo que se revelaba era una obra de teatro ensayada al milímetro, donde cada gesto ocultaba un secreto y cada mirada evitaba la verdad.

    En aquellos años, los españoles se acomodaban en sus sofás la noche del 24 de diciembre para escuchar al monarca hablar de ejemplaridad, esfuerzo y unidad familiar. Era una liturgia nacional. El televisor reproducía la imagen de un Rey que parecía salido de un cuento de hadas constitucional, mientras los crismas de Navidad, que adornaban las casas de quienes aún creían en la magia borbónica, mostraban a las infantas Elena y Cristina sonrientes, rodeadas de niños rubios como ángeles barrocos. Detrás de esos retratos, firmados con tinta dorada y palabras huecas, se ocultaba un teatro del absurdo.

    La farsa familiar bajo los focos

    La reina Sofía, eterna protagonista de la función, era la encarnación del sacrificio público. Su mirada, que el común de los mortales interpretaba como dignidad serena, escondía la certeza de un matrimonio roto, una convivencia imposible que se había transformado en una alianza política. Mientras la Reina paseaba su figura por hospitales y actos benéficos, su marido desplegaba su savoir-faire en los bastidores de la aristocracia europea, cultivando relaciones que no se mencionaban en las entrevistas oficiales.

    Ahí estaba Marta Gayá, discreta como una sombra, y también Corinna Larsen, menos dócil, más ruidosa. Las navidades del rey no se celebraban únicamente en los salones de La Zarzuela, decorados con nacimientos sevillanos y el aroma de los pinos del monte de El Pardo. Muchas veces, el espíritu festivo encontraba cobijo en chalés discretos, vigilados con celo por el Servicio Secreto, donde las copas de champán se alzaban lejos de las cámaras.

    Los hijos sabían. Por supuesto que sabían. Elena, Cristina y Felipe habían aprendido, desde su adolescencia, a no preguntar y a caminar por las líneas del guion que se les había asignado. Si la infanta Elena sonreía con sus hijos en los crismas, lo hacía con la certeza de que su padre celebraría el Año Nuevo lejos, quizá acompañado por alguna dama cuyos nombres se susurraban en los círculos cortesanos.

    Un Rey, muchas vidas

    Juan Carlos I había perfeccionado el arte de la duplicidad. Ante las cámaras, era el monarca que llevó a España de la dictadura a la democracia, el arquitecto de la Transición, el héroe del 23-F. Los discursos navideños eran pequeñas joyas de retórica paternalista: "Esfuerzo, unidad y compromiso", decía el Rey, mientras los españoles alzaban sus copas de cava al brindar por una España moderna y reconciliada. Pero cuando las luces de los focos se apagaban, el monarca abandonaba la máscara para habitar otras vidas.

    Su relación con Bárbara Rey, envuelta en el misterio y los susurros, era ya leyenda urbana en los mentideros de la capital. La actriz y vedette, cuyos encuentros con el Rey estaban vigilados y documentados por el CNI, simbolizaba un secreto a voces que nadie se atrevía a pronunciar en público. Mientras tanto, Marta Gayá representaba la constancia, el amor en la sombra, la figura que acompañó a Juan Carlos en una relación que desbordaba los límites del tiempo y el protocolo.

    Luego llegó Corinna Larsen, y con ella el escándalo. La aristócrata germano-danesa no entendió, o no quiso entender, las reglas del juego. Sus revelaciones posteriores no hicieron sino desmoronar el decorado del teatro borbónico, exponiendo las fisuras de un edificio que se sostenía a base de secretismos y omisiones.

    La gran mentira colectiva

    En realidad, todos lo sabían. Los cortesanos, los políticos, los periodistas. El sistema se había diseñado para proteger al Rey, para sostener la farsa en beneficio de una monarquía que se había convertido en el emblema de la estabilidad del país. Los españoles veían las fotos de familia en las revistas y los reportajes televisivos, pero lo hacían con una mezcla de fe y cinismo, intuyendo que la perfección que se les mostraba era tan artificial como la nieve de los escaparates navideños.

    El mayor éxito de este teatrillo no fue convencer a los ciudadanos de que la familia real era ejemplar, sino lograr que la mentira se asumiera como parte del pacto nacional. Había que creer en la monarquía, no porque fuera perfecta, sino porque era necesaria. Y así, las fotos de Baqueira, los discursos de Nochebuena y los crismas de la Zarzuela se convirtieron en pequeños cuadros de un gran museo del fingimiento.

    El telón se cae

    Con los años, la trama se fue deshilachando. Los escándalos de corrupción, las declaraciones de Corinna Larsen y el distanciamiento de la infanta Cristina, atrapada en el torbellino del caso Nóos, terminaron por desvelar lo que todos sabían pero nadie decía. Las navidades borbónicas, esas que durante décadas habían representado la esencia de la unidad familiar, se revelaron como un producto de la propaganda oficial. Hoy, los españoles miran con otros ojos las imágenes de aquellos años. El Rey emérito vive en el exilio, la Reina Sofía sigue representando su papel con una dignidad que raya en la abnegación, y Felipe VI lucha por reconstruir una institución que todavía arrastra las sombras del pasado.

    Las cenas de Nochebuena ya no se retransmiten con el mismo fervor. El teatro ha perdido sus actores, pero el decorado sigue en pie, como un recordatorio de que la verdad, en la monarquía, siempre ha sido un lujo que pocos podían permitirse. A punto de abrir l regalo de llegar a 2025, aquellas imágenes han estallado en pedazos. Las mesas navideñas ya no están completas, y los lazos familiares se han estirado tanto que parecen a punto de romperse. Las Navidades de los Borbones, antaño símbolo de la estabilidad que necesitaba la joven democracia española, son ahora el reflejo de una familia dispersa y fracturada, unida únicamente por los ecos de un pasado que persiste en la memoria.

    Durante los años ochenta, las postales navideñas de la Casa Real eran un ritual de Estado. Mostraban a los reyes Juan Carlos y Sofía, con las infantas Elena y Cristina y el príncipe Felipe, sonrientes ante las cámaras, como el reflejo perfecto de una España que buscaba consolidar su modernidad sin soltar del todo la mano del pasado. Las cenas de Nochebuena eran una pieza clave en esta narrativa. La familia real, rodeada de yernos, nueras y nietos, parecía emular la unidad de las familias españolas, esas que veían en la monarquía un faro de estabilidad.

    Pero la realidad distaba de ser tan luminosa. Las cenas en Zarzuela eran, en el mejor de los casos, un ejercicio de equilibrio. La reina Sofía, siempre discreta y compuesta, ejercía de mediadora, tratando de mantener las formas mientras las tensiones latentes marcaban el ambiente. Juan Carlos, por su parte, disfrutaba del papel de monarca cercano y campechano, pero también estaba profundamente inmerso en una vida privada que permanecía oculta al escrutinio público.

    Las aventuras extramatrimoniales del rey, que eran un secreto a voces en ciertos círculos, no solo tensaban su relación con Sofía, sino que también reflejaban las contradicciones de una institución que debía proyectar una moralidad intachable. Mientras el pueblo veía en la Zarzuela el símbolo de la unidad nacional, entre sus paredes se libraban conflictos que nunca salieron a la luz… hasta que los años y los escándalos comenzaron a desvelar lo que se escondía detrás de los muros. El paso del tiempo, los escándalos y las decisiones personales han transformado por completo aquel cuadro idealizado. En 2024, las Navidades de los Borbones son un mosaico de distancias, geografías y tensiones no resueltas.

    Las infantas Elena y Cristina han optado este año por viajar hasta Abu Dabi para pasar las fiestas con su padre, el rey emérito Juan Carlos I, quien celebra su 86 cumpleaños en su exilio dorado. Desde que decidió establecerse en los Emiratos Árabes Unidos, estas visitas han sido tanto un acto de lealtad como una oportunidad para reconstruir, al menos en parte, los lazos con un padre cuya figura pública y privada ha sido objeto de controversia.

    En Abu Dabi, Juan Carlos vive rodeado de un lujo discreto, pero su residencia no es un palacio en el sentido tradicional: es un refugio donde la distancia geográfica se mezcla con el silencio que le protege de los ecos de sus actos pasados. Para Elena y Cristina, estar junto a su padre en estas fechas no es solo un deber, sino también una forma de preservar los vínculos familiares que, aunque debilitados, aún resisten.

    Mientras tanto, en Vitoria, Iñaki Urdangarin pasará la Navidad con sus hijos y su pareja, Ainhoa Armentia. El contraste con las Navidades que compartía junto a la infanta Cristina en Zarzuela no puede ser más evidente. Urdangarin, cuya vida quedó marcada por el escándalo del caso Nóos, ha reconstruido su camino lejos de la esfera pública, pero su relación con Cristina y con la familia real sigue siendo un testimonio de cómo el tiempo y las circunstancias pueden transformar incluso los lazos más estrechos.

    En Madrid, Felipe VI y Letizia mantienen la tradición navideña en Zarzuela, pero bajo un enfoque completamente diferente. Las cenas en el Palacio no son ya reuniones familiares amplias, sino actos privados que reflejan la sobriedad de un reinado que busca distanciarse del pasado. La pareja real, consciente de que la monarquía debe adaptarse a los tiempos, ha priorizado la moderación y la transparencia, incluso si esto significa dejar de lado ciertas tradiciones familiares.

    En medio de este paisaje de distancias y desencuentros, los nietos de Juan Carlos y Sofía son el hilo que conecta el pasado con el presente. Los hijos de la infanta Cristina, por ejemplo, pasarán parte de sus vacaciones navideñas en Madrid, junto a su madre y su abuela Sofía, antes de trasladarse a Vitoria para estar con su padre. Este ir y venir entre hogares refleja las complejidades de una familia que, pese a todo, encuentra formas de mantenerse conectada.

    Froilán y Victoria Federica, los hijos de la infanta Elena, representan otro capítulo de esta narrativa. Su vida, constantemente bajo la lupa mediática, es una mezcla de tradición y modernidad. Aunque sus caminos han tomado direcciones distintas, el vínculo con sus primos sigue siendo una constante que recuerda aquellos tiempos en los que todos correteaban por los jardines de Marivent durante los veranos en Mallorca.

    Estas Navidades estarán también marcadas por la ausencia de figuras que han sido clave en la historia de la familia real. Las recientes pérdidas de Juan y Fernando Gómez-Acebo, sobrinos de la reina Sofía, son un recordatorio de que incluso las familias más visibles enfrentan la misma fragilidad que cualquier otra.

    Para Sofía, estos momentos son un desafío emocional, pero también una oportunidad para reforzar su papel como pilar de unión. Su presencia en eventos deportivos, celebraciones familiares y actos oficiales es una constante que desafía las fracturas internas de los Borbones. En cierto sentido, la reina emérita encarna la resistencia de una familia que, a pesar de todo, sigue adelante.

    A pesar de los cambios, la tradición de las postales navideñas sigue siendo un elemento central de las fiestas en la Casa Real. Este año, las imágenes públicas se han limitado a las de Felipe y Letizia con sus hijas, y a las de Juan Carlos y Sofía, cada uno por separado. Pero estas postales, más que un gesto ceremonial, son un intento de mantener la conexión con el pueblo, aunque sea a través de una pantalla cuidadosamente diseñada. En el pasado, las postales eran reflejo de la perfección que la monarquía intentaba proyectar. Hoy, aunque el contexto ha cambiado, persisten como un recordatorio de lo que una vez fue y de lo que aún se intenta preservar.

    Cuando las campanadas marquen el inicio de 2025, los Borbones estarán repartidos entre Abu Dabi, Vitoria y Madrid. Pero, aunque físicamente distantes, el acto de tomar las uvas y brindar por el futuro será un vínculo que les conectará, al menos en espíritu. Las Navidades en Zarzuela ya no son lo que eran. El esplendor de los años ochenta, construido más sobre mitos que sobre realidades, ha dado paso a un presente lleno de complejidades. Sin embargo, en cada gesto, en cada reunión parcial, resuena el eco de una familia que, a pesar de las fracturas, sigue buscando maneras de reinventarse. Tal vez, en algún rincón de Abu Dabi, Don Juan Carlos se permita una sonrisa al recordar aquellos años en los que la mesa navideña era el centro de un mundo que, aunque imperfecto, aún parecía intacto. Queda el futuro y la esperanza de que el actual Rey y su consorte mantengan su rectitud, enderezando como parece que hace, la institución y dotando a su heredera y a la infanta Sofía de una educación que nos vendrá muy bien a todos.