Turismo y Viajes
...y Moises subió dos veces
A cualquiera que le pregunten el porqué de que la gente suba al Monte Sinaí, responderá, en el 99% de los casos, con algún sentimiento vinculado al acontecimiento bíblico, rodeándolo además de un halo de profunda espiritualidad. Pero la realidad no tiene nada que ver con esto, la gente sube para ver amanecer. Después, cuando llevas contados 264 escalones, de los 732 que aún te quedan, es cuando comienzas a valorar la fe del mítico monarca de los israelitas; porque subir dos veces, sólo lo hacen los muy creyentes.
Recuerdo que yo estaba plácidamente tumbado en la playa de mi Movempick, un fabuloso cinco estrellas en plena bahía de Sharm El Seikh, rememorando la inmersión que había realizado esa misma mañana en uno de los paraísos más bellos del mundo, el profundo gran azul de Rash Mohamed, en el Mar Rojo egipcio.
Orgulloso de mí mismo, pues había contemplado por primera vez un tiburón ballena, y me había sobrevolado una manta raya de casi 3 metros de envergadura, que como un autentico B-52 proyectó su sombra, cuando nos encontrábamos a unos 15 metros de profundidad. De repente, unas palmaditas en mi hombro me obligaron a volver en mí. Un beduino, de pequeña estatura y más moreno que los frijoles coloraos, me mostraba unos folletos con fotos de un pedregoso desierto.
Su insistencia en que debía conocer una de las maravillas de la naturaleza, despertó mi curiosidad, y a mi otro yo, ese que en algunas ocasiones tiene atisbos de aventurero.
Le dije "ok", y pregunté a qué hora salíamos por la mañana; y aquí vino mi primera sorpresa. De por la mañana nada, esa misma noche, a las doce, desde la puerta del hotel y a bordo de un todo terreno 4x4.
Desde la costa hasta el interior, donde está el Monte Sinaí, son casi tres horas de un recorrido que se alterna entre tramos de carretera asfaltada y plataforma desértica.
No ves nada; sólo lo que te dejan los faros del vehículo, e intentas dormir sin poder, pues vas a trompicones y a saltos, todo el camino.
Al llegar, el espectáculo comienza a ser cautivador. Decenas de camellos descansan bajo las murallas robustas de un oscuro monasterio del siglo VI, cuyas paredes se iluminan, gracias a las hogueras de los bereberes que esperan a todos los que esa noche vamos a subir al Sinaí. El silencio es total y todo el mundo habla en voz baja. Los monjes del Monasterio de Santa Catalina duermen y no debemos perturbar sus sueños.
Me designan mi cuadrúpedo transporte y a mi guía personal, quien no hará otra cosa que tirar de la cuerda de mi camello, kilómetros arriba, y recordarme que le debo unos dólares. Me ofrecen una manta que rechazo, pues en la oscuridad, a saber qué clase de ácaros la habitan. Craso error, pues a los veinte minutos de marcha, no sólo estoy pidiéndola, sino que si algún turista despistado pasa a mi lado, se la quito, pues las noches en el desierto son gélidas.
Me doy ánimos, diciéndome que será cuestión de un ratito, a lomos de mi colega de fatigas, pero vislumbro en la oscuridad del horizonte la sombra de un monte y una serpentéante hilera de lucecitas pequeñas, subiendo su ladera. Son las antorchas y linternas de los guías, y la caravana de turistas que han decidido hacer la misma excursión que yo. ¡Dios Mio! Aquí tenemos para un par de horas, por lo menos, y yo en pantalón corto. ¡Más mantas por favor!
A media montaña paramos en una haima, donde nos ofrecen té de hierbabuena, que degustamos como un tesoro, como un manjar que alivia, además, nuestras frías manos. Miro hacia el oscuro horizonte, no veo nada, pero comienzo a buscar un lugar idóneo para ver la salida del sol, cuando amanezca. Mi guía, sorprendido, me pregunta entre señas sobre lo que estoy haciendo, y me señala que continúe subiendo la montaña, pero a pie.
¿Cómo? Un español, catalán para más concretar, me aclara mis dudas.
"Sí, desde aquí he leído que no hay más camino que una escalera de 3.000 escalones hasta la cima." Menos mal que había leído mal, porque los exactamente 3.128 peldaños, son los de otra ruta llamada "Camino de Moisés", y que parte desde la base hasta la cima. Afortunadamente nosotros hemos cogido el más corto y llano, y desde aquí sólo deberemos salvar unos 700.
En plan de peregrinación, comenzamos a subir. Algunos precavidos han traído sus linternas; otros nos juntamos para seguir la de algún guía.
Eso de escalera no tiene nada. Está labrada en la roca, o bien formada por enormes piedras, con peldaños de un metro de altura, naturales por la forma del terreno. Risas, blasfemias y algún que otro "¡Ay, mi tobillo!", hasta que por fin, después de casi otra hora, llegas.
Una pequeña ermita corona el Monte. Se ha construido una zona plana, con un muro de piedra que te protege del precipicio, y todos nos agolpamos con algún que otro codazo, para colocarnos en la pool position.
Como aún queda, y hace frío, decido sentarme y acurrucarme con la manta. Morfeo intenta jugármela, si no es por una inglesa que me despierta susurrándome al oído "The Sun. The Sun". Casi todo mi esfuerzo queda en campo baldío. Afortunadamente, lo veo todo. Ante semejante hecho natural, no queda tiempo para pensar en el cansancio; no queda tiempo para pensar prácticamente en nada; sólo para mirar y contemplar.
El negro horizonte comienza a cambiar a un profundo azul con franjas naranjas. Aún no ha despegado el primer rayo, y el paisaje sólo tienes tres colores: negro en la tierra, y tonos naranjas y azules en el cielo. Miro al abismo, pero sigo sin ver el paisaje. De repente... ¡Santo Dios! Un "¡Ooooohhh!" que ni ensayado, sale de la boca de todos los contemplantes.
El primer rayo ha iluminado sutilmente las cimas de las colinas, más bajas que el Monte donde estamos, y tenemos la sensación de que miles de hogueras se han encendido al unísono. Al tiempo que el astro rey asciende, va rompiendo el papel de embalaje de un auténtico regalo. El paisaje comienza a aparecer poco a poco, como si la oscuridad fuera un mar cuyas negras aguas van descendiendo, y dejan salir a la luz todas las montañas que configuran el abrupto y espectacular Sinaí.
Algunos rezan, otros entonan cánticos de iglesia, dirigidos por un sacerdote que ha subido con sus fieles. Lo que nos puede parecer ridículo en un momento cotidiano de nuestras vidas, allí adquiere un carácter simbólico. No sé si Dios castigó a Moisés con no llegar a la tierra prometida por romper las tablas de la ley, o porque al tener que volver a subir, diría algún que otro improperio. Pero desde luego, le permitió ver algo sobrenatural, digno de una obra que tan sólo puede hacerse con la mano de un dios.
Toda una noche de duro rodaje, nalgadas a lomos de un camello y rompe piernas de trekking, para sólo 3 minutos de gloria. Pero señores, qué minutos, increíbles.
Ya te quedas por allí, sacando más fotos, viendo las vistas desde lo alto. Abajo en el llano, como una casita de muñecas, el gran Monasterio de Santa Catalina, sólido, austero, integrado en el paisaje y guardado por celosos monjes ortodoxos que cuidan sus tesoros.
Bonitos retablos, antiguos libros con escrituras, un tétrico osario y como no, la zarza incandescente alrededor de la cual se construyó el monasterio. Aunque sinceramente, te surge la duda, porque la zarza está en un patio como desangelada y sin proteger. Eso sí, viva y dando moras, pero no libre de que algún desaprensivo con su mechero, quiera comprobar si es en verdad incombustible.
Subido de nuevo en el 4x4, no me resisto a mirar por la ventanilla trasera. El Monte Sinaí se aleja, manteniendo con sus 2.300 metros, una estampa orgullosa. Como si de una película se tratase, sólo faltó que una voz en off, con efecto de eco, me dijera, "Ve con Dios, hijo mío". Desde luego que sí, pero directamente a la cama.