- 09/04/2021, 08:16
09/04/2021, 08:16
Fri, 09 Apr 2021 08:16:10 +0200
En ocasiones se advierten triunfalismos y espejismos económicos. Desde las esferas gubernamentales, ésas que nos están hablando de que vamos adelante, que nuestra economía este año tirará como un cohete, que los datos del paro no son tan malos, que el desastre de nuestras cuentas públicas no es tan impúdico y que España será la envidia de Europa y del mundo, con ese anuncio del Fondo Monetario Internacional (FMI) de que creceremos al 6,4%, nada más y nada menos que a la altura de los mismos Estados Unidos de Joe Biden; desde las esferas gubernamentales, decía, las cosas se ven de otro color muy distinto al que uno observa pisando la calle, donde la melancolía nos invade y la alegría anda desaparecida. Uno recuerda a Joaquín Sabina cantando aquello de que "vivo en el número siete, calle Melancolía. Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría. Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía. En la escalera me siento a silbar mi melodía". Son los contrastes entre la España política, la de los coches oficiales y séquitos, escoltas y alfombras palaciegas, barruntando sobre cómo repartir los famosos, aunque por el momento inexistentes fondos europeos, ajena a lo que acontece en el suelo patrio, y la España real, la que cada día se levanta al amanecer, se acuesta con preocupación al anochecer, y valora contar con un puesto de trabajo que, tal y como están las cosas, el empleo se ha convertido en un lujo pese a que a veces las condiciones no sean las mejores. Esas euforias gubernamentales, que sin duda ocultan las vivencias de la triste realidad e intentan justificar sus desastrosas decisiones y actuaciones, no coinciden en absoluto con lo que estamos viendo.