Castro es uno de los personajes políticos más interesantes y conocidos del siglo XX. Desgraciadamente la mayoría de ellos por motivos negativos. En general son dictadores brutales a los que algunos consideran héroes nacionales. Así pasa con Stalin, Mao o Franco, que, afortunadamente para ellos, ganaron sus respectivas guerras. Los que las perdieron: Hitler, Mussolini, fueron enviados directamente al basurero de la historia sin tener en cuenta que, en su época, fueron tremendamente populares en sus países.
El caso de Fidel Castro es peculiar. Reconocido en todo el mundo durante los convulsos años sesenta del siglo pasado como un icono de la entonces popular 'lucha antiimperialista', elogiado y admirado por los intelectuales europeos y latinoamericanos fue perdiendo el favor de algunos como Vargas Llosa, a medida que acentuaba su perfil autocrático y prosovietico y en parte también por culpa del boicot norteamericano, aunque otros como Garcia Márquez aguantaron hasta el final. La 'historia no le absolvió' y tendrá que responder ante esta de sus actuaciones.
Sin embargo en Cuba no ha perdido del todo el brillo – claro que más de un diez por ciento de la población, anticastrista por definición, se escapó del país-. Lo que nadie discute es que era un personaje carismático cuya oratoria eterna y alambicada gustaba a los locales.
Mi entrevista con Fidel Castro
Tuve ocasión de comprobarlo en los años ochenta cuando fui enviado a Cuba por el PNUD, el programa de Naciones Unidas para ayuda al desarrollo para informar sobre si se daban las circunstancias adecuadas para desarrollar el turismo, dada la precaria situación de la economía cubana. La visita empezó adecuadamente. Había quedado con Eusebio Leal, el gran Historiador de la Habana, fallecido recientemente, para visitar algunos lugares emblemáticos que necesitaban ser rehabilitados. Cogí un autobús para visitar antes la Plaza de la Catedral pero al decírselo a la conductora me señaló que no era esa línea pero que no me preocupara mi amol y a voz en grito comunicó a los pasajeros que primero iba dejar a nuestro amigo español en la plaza y después seguirían con su ruta. Todos asintieron encantados.
Las autoridades turísticas concedieron la máxima importancia a mi visita y tanto Abraham Maciques, presidente del Palacio de Congresos, amigo personal del Jefe – si es que tenía amigos- y el vicepresidente y ministro de Turismo Osmany Cienfuegos -hermano del caído Camilo, el héroe de la Revolución- consiguieron que Castro me concediera una entrevista. No me dijeron ni el cuándo ni el dónde, solo que me buscarían, como así fue. Ambos lucían en la muñeca, el símbolo de los dirigentes locales: un 'Rolex' de acero.
Tardó en citarme pero no me hizo esperar. Me atendió en el Palacio de la Revolución. Osmany me hizo pasar directamente al gran despacho donde nos esperaba imponente de verde oliva, botines y kepi en la cabeza.
Estaba muy interesado en el desarrollo turístico de España. Le expliqué la apertura que había tenido lugar en los sesenta, aun con un régimen autoritario y le expuse las concesiones que había tenido que hacer el régimen. No estaba muy convencido de que eso fuera lo mejor para su país. Sobre todo odiaba que pudieran regresar las jineteras, que de hecho ya estaban allí , y el juego: "Para eso no hemos hecho una revolución", afirmó, aunque al final tuvo que aceptar una cierta apertura.
El aniversario del triunfo de la Revolución
Su lugar predilecto para sermonear al personal era la céntrica Plaza de la Revolución. Su enorme tamaño permite acoger a docenas de miles de clientes. Las fechas señaladas eran el 2 de enero para festejar el aniversario del triunfo de la Revolución o el 26 de julio para celebrar el inicio.
Estábamos en julio y no quise perderme el espectáculo. El día era precioso. Horas antes de la prevista llegada del Caballo – en referencia a su virilidad- la plaza lucía vestida de fiesta con millares de pioneros uniformados, con sus pañuelos al cuello. Se habían concentrado en los lugares más cercanos a la tribuna cada uno con su respectiva banderita. Detrás el público de a pie. Parecía que no habían sido forzados a acudir como ocurre en otros lugares.
Llegó el Comandante. Subió a la tribuna. Se hizo el silencio. Empezó a hablar y fue el delirio. Sin leer, con el dedo índice de la mano derecha apuntado a diestro y siniestro con frases caribeñas que embobaban al público. Así siguió durante al menos un par de horas. Yo ya había perdido el hilo y me daba la impresión de que el personal también. Lo comprobé al ver como la multitud se ondulaba al ritmo que marcaba el dedo.
Cuando Fidel lanzó el grito de "¡viva la Revolución!", la masa gritó aún más fuerte, al tiempo que las muchachas empezaron a mover las caderas de esa manera tan cubana. "Viva la revolución" ya no era un grito liberador sino la letra repetida que marcaba el ritmo del baile en el que toda la hipnotizada plaza participaba: ¡viva la revolución!, ¡viva la revolución!, chachachá.
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