Política
El infantilismo se instala en la política española
Víctor Arribas
Nunca es mala la llegada de nuevos actores a la política de un país. Los resortes tradicionales más o menos anquilosados por sus vetustas estructuras pueden verse engrasados a la fuerza con la aparición de gente nueva, procedente de las empresas o las universidades, que puede aportar un aire fresco a muchas facetas del servicio público a los ciudadanos.
Siempre que esos recién llegados acepten las reglas del juego y no traten de imponer nada a los demás, mucho menos de gobernar en contra de quienes discrepan de su visión del mundo, son bienvenidos. Deberíamos cuestionarnos si en ésta última afirmación encajan todos los aparecidos en la política española, pero eso es harina de otro artículo...
Aceptada la renovación de nombres, caras, estilos, formas de expresión y de comunicación como positivas en su esencia, estamos cayendo en la ridiculización de esos nuevos formatos políticos a fuerza de intentar parecer demasiado emergentes, demasiado modernos y diferentes a lo que ya existía.
La chorradización de la política española lleva a los principales líderes a desnudar sus intimidades ante las cámaras de televisión en programas ajenos a cualquier interés en la vida política, por el mero hecho de que llegan a un gigantesco número de españoles sentados en sus sofás del salón. Es lo que algún analista ha llamado con acierto un "festival de sonajeros", una batalla infantil por superar al adversario en presencias estupendas en horarios de máxima audiencia, tratando de ser el más agradable, el más aseado, el que más respeta a las mujeres, el que tiene costumbres más de pueblo llano.
Acudir a programas de televisión frívolos no es malo. Obama lo hace, Bush lo hizo, hasta Merkel se ha dejado caer alguna vez en uno de esos platós. Pero convertirlo en algo sistemático durante una precampaña electoral, hacer de ello una línea de actuación pública para intentar ser distinto, sin reparar además que la novedad se convierte en hastío cuando todos los demás hacen lo mismo, es tan ridículo como infantiloide. Nos abstenemos de analizar la falta de conocimientos o las lagunas culturales que salen a la luz en estos formatos 'en confianza'.
Hoy ya sabemos que el líder y candidato socialista era un adolescente aficionado al break dance, la danza urbana nacida en los arrabales de algunas ciudades del este de Estados Unidos. Pero aún no conocemos qué significa para él la polisemia de la palabra nación, ni si realmente aumentará la indemnización por despido cuando se instale en La Moncloa. Conocemos ya las dotes de guitarrista del aspirante de Podemos, pero no nos aclara qué significa ir de observador a las reuniones de un pacto anti yihadista que su partido se niega a suscribir.
Hemos visto a dirigentes subidos en globo, bailando de forma forzada, escalar rocas, enseñar su cocina y mostrar sus dotes de pinche, habilidades todas ellas que deben estar en el catálogo de necesidades más urgentes de un país aún convaleciente como el nuestro. La pose se apodera de la política. Los focos sacan lo más absurdo de las personas, lo más innecesario de sus perfiles. Pero así va a seguir siendo, al menos hasta el 20-D.