Bajo el liderazgo de Ursula von der Leyen, la Comisión Europea ha conseguido que la Unión Europea avance hacia la neutralidad climática. Con el Pacto Verde Europeo, la UE se ha fijado objetivos climáticos claros y ambiciosos para 2030 y 2050, y ha adoptado una serie de medidas legislativas para alcanzarlos. Y aunque la pandemia de la Covid-19 y la invasión rusa de Ucrania sirvieron para recordar que la crisis climática no era el único gran reto de Europa, la Comisión mantuvo ese rumbo. Se han movilizado cientos de miles de millones de euros de fondos verdes de la UE en el marco de su plan de recuperación postpandémica, Next Generation EU.
Además de su presupuesto tradicional, la UE destina ahora unos 50.000 millones de euros anuales a la acción por el clima. Pero la mayor parte de esta suma procede de la UE de Próxima Generación, que se reducirá a partir de 2025. A partir de 2027, el nivel de créditos presupuestarios para la acción por el clima será inferior a 20.000 millones de euros anuales.
Esta reducción de las subvenciones de la UE llegará en un momento en que los Estados miembros tendrán que redoblar sus esfuerzos para situarse en una ambiciosa trayectoria de descarbonización. Tendrán que dar ejemplo aplicando una reducción acelerada de las emisiones de los edificios públicos, respaldar los esfuerzos de los hogares y apoyar la inversión empresarial. Al mismo tiempo, tendrán que contener sus déficits presupuestarios y mantener su deuda bajo control.
Por lo tanto, es probable que este déficit en la financiación verde de la UE represente un obstáculo importante para la aplicación del Pacto Verde Europeo en los próximos años. Los 50 000 millones de euros anuales actuales representan alrededor del 0,3% del PIB de la UE, un mínimo indispensable si se quiere que la Unión desempeñe un papel significativo en la movilización de inversiones. De hecho, hay que recordar que la inversión anual adicional necesaria para cumplir el objetivo climático de la UE para 2030 se estima en torno al 2% del PIB, y que la parte de la inversión pública debería situarse entre el 0,5% y el 1% del PIB.
Esto exige un nuevo plan de inversiones ecológicas de la UE por valor de 180.000 millones de euros entre 2024 y 2030. Para financiarlo, la UE tiene dos opciones principales. La primera es retener una parte mayor de los ingresos generados por la venta de derechos de emisión. La segunda es suscribir un nuevo empréstito común de la UE, lo que estaría plenamente justificado desde el punto de vista jurídico, dado que la transición ecológica es un bien público de la UE que requiere un esfuerzo presupuestario específico y temporal.
En términos de gasto, el Plan de Inversión Verde de la UE debería estructurarse de forma diferente a los programas actuales. A diferencia de los programas actuales, los fondos no deberían preasignarse a nivel nacional, y los proyectos deberían corresponder a una estrategia europea común. Deberían utilizarse para abordar las implicaciones distributivas de la política climática en toda Europa, con el fin de garantizar su viabilidad política. En concreto, esto significa apoyar proyectos que permitan una descarbonización efectiva, pero que creen perdedores. La financiación de la UE también debería vincularse a la gobernanza climática y energética.
Esta discusión está directamente relacionada con el debate sobre la reforma de las normas fiscales de la UE. En el marco de la reforma de la gobernanza económica actualmente en curso, deberían introducirse disposiciones que permitan a los Estados cuya deuda pública supere el 60% del PIB, pero cuyas finanzas públicas sean sostenibles, reducir su deuda más lentamente, siempre que la contrapartida sea una inversión adicional que reduzca las emisiones.
La Unión Europea se ha embarcado en una auténtica revolución industrial verde. Aunque los beneficios superan a los costes, esta transformación conllevará importantes trastornos. Algunos activos perderán valor, algunos puestos de trabajo se destruirán, algunas regiones sufrirán. La competitividad se resentirá. Las implicaciones macroeconómicas de la transición hacia la neutralidad del carbono pueden resultar temporalmente negativas. Este cambio sólo puede tener éxito si goza de un apoyo lo suficientemente amplio, lo que exige que las consideraciones de equidad ocupen un lugar prioritario en la agenda política. Esto debe ser una prioridad, no sólo para los Estados miembros individuales, sino también para la UE en su conjunto.
En vísperas de las elecciones europeas de 2024, cada vez son más las voces que piden que se ralentice el proceso, motivadas bien por las alarmas sobre la competitividad industrial, bien por los costes para las familias y las empresas. Mantener el consenso en el Consejo Europeo no puede darse por descontado. Es en este clima político menos favorable en el que la próxima Comisión Europea tendrá que aplicar la hoja de ruta verde con la que la UE está ahora legalmente comprometida.
La Comisión merece elogios por haber detectado pronto los riesgos que podrían amenazar la transición a una economía sin carbono, y la UE merece elogios por poner en marcha nuevos instrumentos financieros para hacerles frente. Pero los preparativos deben comenzar ya para garantizar el mantenimiento del actual nivel de intervención de la UE. Es demasiado lo que está en juego como para dejar margen al error.