Todavía no me he repuesto del endiosamiento hasta el empalago de Steve Jobs, inventor de cacharros al que le han dedicado las más hiperbólicas alabanzas que recuerdo desde hace mucho, mucho tiempo.
El dios del silicio no era Leonardo, ni Copérnico; no era Aristóteles, ni Descartes. Y desde luego, no alcanzaba el rango de muchos de aquellos a los que sus aparatos han engullido, pongamos Bach, Dante, Cervantes, Mozart o Lenon.
La mística aturdida actual, con deidades deportivas, tecnológicas y de animadores de masas, todos efímeros, todos con fecha de caducidad, no me conmueve en absoluto. Por eso me parece fatuo ese botafumeiro general que se ha desparramado por los periódicos, por las emisoras de radio, por las televisiones.
¿Acaso no es sospechoso que sus más encendidos hagiógrafos, sus más desesperados huérfanos, sus más exaltados aduladores sean personas que hasta el minuto antes de saber de su muerte han despreciado y vilipendiado a los empresarios, han despreciado a los ricos, han despreciado a los norteamericanos sólo por serlo?
Me maravilla esta capacidad de las masas para envolverse en banderas prestadas, para enrolarse en campañas huecas. Y no sólo las masas. También muchos intelectuales a la violeta, que buscan en estas idolatrías pasajeras los asideros teóricos de no se sabe qué modernidad, qué visión de un mundo en el que están más perdidos que un pulpo en un garaje.
Alguno puede pensar que detrás de estas líneas se esconde animadversión hacia aquel que se llamó hasta hace nada Steve Jobs. Todo lo contrario. Aunque no sé mucho de su peripecia personal, me parece un personaje de la circunstancia, que aprovechó las oportunidades que la vida y su propia inteligencia le brindaron.
Contra lo que estoy es contra la impostura general y contra las lágrimas de cocodrilo, aunque se desparramen por Silicon Valley.
Hernando F. Calleja. Periodista de elEconomista.