Sólo nos faltaba que el nacionalismo impostado o el rancio patrioterismo surjan ahora como poderosos argumentos contra la disciplina económica que sugiere, exige, impone o lo que sea la Unión Europea.
Se apela a la soberanía nacional para rechazar los ajustes, en olvido de que la receta es casi la misma que manda la racionalidad económica. Es como si recurrimos a la automedicación, porque nos resulta más cómodo y menos invasivo que los fármacos que nos prescribe el médico.
Si este comportamiento, incipiente todavía, toma cuerpo social, nos conduce directamente a lo que más tememos en estos momentos, que nos confundan con Grecia.
Ya hay políticos veleidosos y oportunistas que agitan el espantajo del soberanismo económico en el caldo de cultivo de los representantes del pensamiento difuso y verborreico acampado en las calvas urbanas.
No hacemos más que sacudirnos la imagen helénica, porque decimos que no hay color entre los griegos y nosotros; ellos mintieron, ellos tienen un sistema social insostenible, ellos no quieren saber nada de productividad, ellos llevan más huelgas generales que domingos y festivos... Y me parece bien que pongamos límites a las comparaciones.
Por no aceptar los ajustes y reformas que a trancas y barrancas se formulan (el ritmo de fox lento con que se hacen y la calidad medianita con que se sustancian, tienen poco que ver con las necesidades reales), podemos encontrarnos en la segunda fase, aquella en la que, de verdad, se imponen normas, se establecen límites, se exigen contrapartidas. O sea, la intervención .
Los partidos políticos españoles deben asumir sin dudas y sin dilaciones que Europa es una realidad constante y determinante de nuestra vida, no sólo económica, y que su injerencia, en este caso, es de naturaleza médica. Y los que ya somos un poco veteranos, sabemos que el aceite de hígado de bacalao apestaba, pero curaba el raquitismo.
Hernando F. Calleja. Periodista de elEconomista.