N avegar al caer la tarde entre los decadentes palacios que jalonan las orillas del estrecho del Bósforo es siempre un maravilloso espectáculo. Y una lección de historia. Estambul es el puente natural entre Europa y Asia, un enclave estratégico vital para la supervivencia de los poderosos. En sus calles y templos se leen las huellas de la grandeza de Roma, del imperio cristiano de Oriente o del esplendor de los califas. Es la ciudad que vive del pasado y que mira al mismo tiempo al futuro. Entre el bullicio de las calles antiguas, las del Viejo Continente, la laicidad que impuso Ataturk pugna con una población que guarda fielmente las reglas de la religión musulmana. En el extremo opuesto, como si de dos mundos distintos se tratara, grandes rascacielos de cristales tintados desafían la altura de las imponentes mezquitas. En la orilla europea reina el regateo y el comercio. En la asiática, grandes grúas delatan que es ahí donde está el crecimiento. En Europa se oye el bullicio. En Asia, el que resuena con estruendo es el silencio... Bien podría ser Estambul, una vez más, una metáfora del signo de los tiempos. Hoy, Turquía, Asia, Europa y hasta Estados Unidos miran a Oriente, en concreto a China. Es Pekín el que ha evitado la debacle de Wall Street comprando deuda, el que ha salvado a empresas en todo el mundo, el que dispone de billones para construir infraestructuras vitales en todo el planeta. Es Pekín el faro económico del siglo XXI. ¿O no? Pocos podrían responder con certeza a la pregunta, ése es el problema. China sigue siendo un gran misterio para el resto del mundo. Una economía pujante y de mercado que pugna con un régimen político oscurantista y dictatorial. Es difícil saber realmente por qué su actividad se ralentiza, desconocemos qué esconden los balances de sus empresas. Esa es la gran paradoja; es ese manto de silencio el que asusta a los inversores del mundo entero.