D os creencias fundamentales han impulsado la política económica mundial en los últimos años. La primera sostiene que el mundo sufre una carencia de demanda agregada relativa a la oferta; la segunda argumenta que el estímulo fiscal y monetario cerrará esa brecha. ¿Es posible que el diagnóstico sea acertado pero el remedio incorrecto? Eso explicaría por qué hemos avanzado tan poco en la recuperación de los niveles de crecimiento precrisis y apuntaría a la necesidad de replantear las soluciones. Los altos niveles de paro no voluntario en todas las economías avanzadas sugieren que la demanda se queda atrás respecto a la oferta potencial. Aunque el paro es considerablemente mayor en los sectores en auge antes de la crisis, como la construcción en Estados Unidos, lo cierto es que su alcance es mayor y justifica la opinión de que hace falta más demanda para restaurar el pleno empleo. Los políticos empezaron recurriendo al gasto estatal y a los tipos bajos de interés para impulsar la demanda. Cuando la deuda estatal estalló y los tipos de interés oficiales tocaron fondo, los bancos centrales adoptaron unas políticas cada vez más innovadoras para reforzar la demanda. Sin embargo, el crecimiento sigue siendo dolorosamente lento. ¿Por qué? ¿Y si el problema fuera la suposición de que toda la demanda se crea igual? Sabemos que la demanda precrisis estuvo impulsada por una cantidad tremenda de préstamos. Cuando es fácil pedir prestado, no son los más pudientes -cuyo gasto no se restringe a sus ingresos- los que aumentan su consumo. Al contrario, el aumento viene de las familias más pobres y jóvenes, cuyas necesidades y sueños exceden en gran medida a sus salarios. Y sus necesidades pueden diferir de las de los ricos. Los bienes más fáciles de comprar son fáciles de contabilizar como aval (casas y coches). Y los precios en aumento de la vivienda en algunas regiones facilitan pedir prestado todavía más para los gastos en otras necesidades diarias como pañales o papillas. Lo cierto es que la demanda alimentada por la deuda emana de familias concretas en regiones concretas y respecto a bienes concretos. Aunque cataliza una demanda más general, no es irrazonable pensar que mucha de esa demanda nutrida por la deuda es más dirigida. Por eso, cuando los préstamos se agotan, los hogares endeudados ya no pueden gastar y la demanda de ciertos bienes cambia de forma desproporcionada, sobre todo en áreas que habían florecido antes. No cuesta entender por qué un estímulo general de la demanda, como la reducción del impuesto sobre el salario, puede ser ineficaz a la hora de restaurar el pleno empleo en la economía. El estímulo general se extiende a todos, no sólo a los antiguos prestatarios, y los patrones de gasto de cada uno difieren (las familias más mayores y adineradas compran joyas de Tiffany, no coches de General Motors). Y ni siquiera los antiguos prestatarios son dados a emplear su dinero de estímulo para pagar más viviendas porque están decepcionados con el sueño inmobiliario. Dado que el patrón de la demanda exprimible se ha transformado con el cambio del acceso al crédito, el ritmo al que la economía puede crecer sin inflación también podría ser más lento. Con demasiados obreros de la construcción y no suficientes joyeros, la mayor demanda puede provocar una subida en los precios de las joyas, pero no más producción. Dicho de otra manera, el empuje que sigue a los años del auge impulsado por la deuda deja tras de sí una economía que ofrece demasiado de los bienes incorrectos frente al cambio en la demanda. Al contrario que en una recesión cíclica normal, donde la demanda cae de forma generalizada y para la recuperación sólo hay que recontratar a los trabajadores despedidos, la recuperación tras una caída de los créditos suele necesitar que los trabajadores se trasladen de sector y ubicación. Hay una diferencia sutil pero importante entre mi opinión de la demanda impulsada por la deuda y la explicación neokeynesiana de que el desapalancamiento (el ahorro de los prestatarios disciplinados) o el exceso de deuda (la incapacidad de gastar de los prestatarios endeudados) es responsable de un crecimiento lento poscrisis. Ambas teorías aceptan que el origen de una demanda agregada débil es la desaparición de la demanda por parte de los antiguos prestatarios, pero difieren en las soluciones. El economista neokeynesiano quiere impulsar la demanda de forma generalizada, aunque, si creemos que la demanda impulsada por la deuda es diferente, estimular la demanda será, como mucho, un paliativo. Reducir la deuda de los antiguos prestatarios puede ser algo más eficaz, aunque probablemente no la restaure a los niveles precrisis. En cualquier caso, ¿realmente queremos que los antiguos prestatarios se vuelvan a endeudar hasta las cejas? La única solución sostenible es permitir que la oferta se adapte a unos orígenes más normales y sostenibles de la demanda: facilitar el camino para que los obreros de la construcción y automovilísticos se reciclen en sectores de mayor de crecimiento. Lo peor que pueden hacer los Gobiernos es interponerse, apuntalando empresas inviables o sosteniendo la demanda en sectores inviables con crédito fácil. Los ajustes de la oferta llevan tiempo y, después de cinco años de recesión, las economías han hecho algunos avances. Sin embargo, un mal diagnóstico continuado tendrá repercusiones duraderas. Los países avanzados se pasarán décadas subsanando la elevada carga de la deuda pública, mientras que los bancos centrales tendrán que relajar unos balances inflados y retractarse de las promesas de apoyo de las que aprendieron a depender los mercados. Preocupa que el nuevo Gobierno japonés siga tratando de solucionar así las secuelas de dos décadas de burbuja inmobiliaria. Sólo cabe esperar que no consienta más el tipo de gasto que ya ha demostrado ser ineficaz (y que ha dejado a Japón con la mayor carga de deuda -cerca del 230 por ciento del PIB- de la OCDE). Por desgracia, la historia no aporta muchos elementos para el optimismo.