x Economista.T odas las actividades productivas tienen un coste de producción, bien conocido, y dos costes adicionales, el fiscal y el de cumplimiento de normas. Incluso las prestaciones de las Administraciones Públicas, que se ofrecen sin mediar un pago explícito requieren contar con funcionarios y trabajadores contratados, energía, instalaciones, suministros, etc. A su vez, esos gastos se pagan con impuestos, tasas y otros recursos que se orientan a dar servicios a los ciudadanos, así como a aumentar y mantener el volumen de obras destinadas a la sanidad, la educación, la administración de justicia, el tráfico, la defensa, la policía, las cárceles, el patrimonio museístico e histórico del país y un largo etcétera en el que entran la regulación y la fiscalidad. Lo mencionado es necesario, y la prosperidad de la nación depende de la calidad de las normas y de la capacitación de quienes las hacen y aprueban, así como de quienes vigilan el cumplimiento y penalizan el incumplimiento. Puede decirse que un funcionariado bien formado y motivado es una bendición para el país que lo consigue. Obtenerlo no es fácil, por motivos variados que incluyen las dificultades de establecer un marco de incentivos que inste a la eficiencia interna y la inducida a través de las normas. Así puede decirse que el sector público es eficaz, porque logra resultados, pero no suele ser eficiente por ausencia de estímulos adecuados a la rapidez, calidad, sencillez, la eliminación de lo que se ha convertido en innecesario, etc. La inercia es una de las características de esta actividad que no está sometida a la competencia, como ocurre con las Administraciones Públicas en sus respectivos ámbitos. En las AAPP hay posibilidades de obtener cuotas de poder en ámbitos concretos. Se supone que es el gobierno de cada nivel -desde el nacional al distrito urbano- el que toma las decisiones, pero los que reúnen la información, sugieren las normas y llevan la gestión cotidiana son los administradores, que tienen más y mejor conocimiento de cada asunto que los representantes elegidos, lo que les permite incidir en las decisiones, a las que aportan calidad o complejidad innecesaria. Los políticos también participan de la tentación de regular y de firmar nuevas leyes que evidencien su poder y contribuyan a modelar el país de acuerdo a sus preferencias. Tienen menos experiencia y conocimiento práctico que los funcionarios veteranos y están menos tiempo que éstos en el cargo, pero tienen la misma orientación y vocación de cambio, así como igual o mayor responsabilidad que los técnicos que les rodean. La prescripción clásica de nada en exceso es idónea para la regulación. Las palabras (en su libro de 2008, editado en España en 2009, Ed. Icaria & Antrazyt) del socialista Helmut Schmidt, excanciller de la República Federal Alemana, son precisas: "Es un extendido error creer que más artículos significan más justicia … la marea legal no sólo conduce a la rigidez burocrática, sino que además induce a esquivar y manipular las nuevas disposiciones, a la corrupción y el trabajo en negro… por eso, no debería ser ambición de un político colocar un determinado artículo en una determinada ley; al contrario, merece reconocimiento público aquel que consigue la derogación de una ley excesiva o al menos una notable simplificación de la misma". Schmidt prosigue señalando que la Democracia y el Estado de Derecho siempre están en peligro por los miedos de la psicología de las masas y "nos amenaza la limitación del Estado liberal de Derecho a manos de una burocracia estatal desbordante". La Unión Europea no se ha librado de esta deriva: "Sin duda. Los órganos de la UE han sucumbido a la enfermiza adicción a ampliar constantemente sus competencias, después de haber cubierto ya Europa con una red casi impenetrable de reglas y directivas". Las administraciones, en cualquier ámbito, no son mejores por ser mayores. Cuando el tamaño crece, lo hace la complejidad y la interacción, lo que lleva a adoptar sistemas de actuación complejos que, por una parte, absorben tiempo y recursos y, por otra, dificultan el control interno y dan lugar a actividades superpuestas. En la situación crítica actual, donde la morosidad y la falta de crédito asfixian a las empresas, hay competencia entre ministerios para impulsar las mismas actividades que se incentivan con subvenciones prescindibles que se siguen ofreciendo por inercia y porque los convocantes consideran que sus preferencias están por encima de otras necesidades. Volviendo a Schmidt, "ninguna burocracia acepta su propia pérdida de poder".