
Hace varios siglos, los que ahora son considerados los hombres y mujeres más ricos, envidiados y respetados eran carne del infierno. Banqueros como Ana Patricia Botín, Francisco González o Josep Oliu no hubieran podido esquivar una vida después de la muerte rodeados de demonios, ollas ardientes y temperaturas poco elegantes. Sin embargo, en el siglo XIII, la fuerza emergente del capitalismo logró torcer el brazo a la Iglesia y forzarla a inventar un ingenio para salvar a nuestros futuros banqueros del fuego eterno.
El florecimiento económico y comercial del siglo XII espolea la proliferación de los primeros banqueros, los practicantes de la usura, y la Iglesia católica no tarda en identificar su actividad como uno de los pecados más graves, relacionado con la avaricia y la codicia.
Los eclesiásticos identificaban los préstamos con interés con un robo a los cristianos y hasta al mismo Dios. El que prestaba a 'hermanos' de la comunidad cristiana para obtener ganancias les estaba robando, ya que el cristianismo exhorta a ayudar al prójimo y dar limosna al pobre, pero también estaba usurpando algo a Dios: el tiempo. Devolver el capital más un interés implicaba un tiempo de trabajo para lograr la suma y satisfacer al usurero. El usurero era un ladrón de tiempo. Y el tiempo sólo pertenecía a Dios.
Religiosos como San Jerónimo o San Anselmo definieron la usura como "el acto de recibir más de lo que se ha dado", y el propio Decreto de Graciano, texto del siglo XII destinado a homogeneizar las normas existentes del derecho canónico, estableció que "todo lo que se exige más allá del capital es usura".
La cruzada contra la usura se produjo desde los púlpitos y tuvo como protagonistas a los predicadores. Los exempla medievales, historias breves y con moraleja utilizadas por los clérigos para adoctrinar a los fieles, describían a los usureros como personas despreciables, habitualmente gordos -por las ganancias obtenidas- y condenados irremediablemente al fuego eterno por su doble robo.
En realidad, el crédito era permitido por la Iglesia cuando se realizaba con pueblos extranjeros, especialmente con los que se mantenían conflictos abiertos, como un modo de explotar al enemigo en tiempos de guerra. Esta concepción benefició especialmente a los judíos, para los que los cristianos eran considerados un pueblo diferente a los que, por tanto, podrían financiar librándose de pecado. En cambio, estos últimos tenían a los judíos como miembros de su misma comunidad, por lo que su actividad prestamista lícita se reducía a la mínima expresión.

Así las cosas, bien entrado el siglo XII, eran los judíos los únicos banqueros disponibles, pero el florecimiento económico y la mayor circulación monetaria desbordó todas sus capacidades y se hizo necesario que los cristianos también pudieran prestar y obtener ganancias por ello. El capitalismo como nuevo modelo económico se estaba forjando con tal fuerza, que la Iglesia se vio obligada a reconducirse para adaptar su doctrina al 'poderoso caballero' de Quevedo.
Este cambio de mentalidad en la Iglesia permite que en el siglo XIII surjan artilugios de justificación para operaciones relacionadas con la usura, como el periculum sortis, que contemplaba el riesgo de perder el capital prestado, o la ratio incertitudinis, el cálculo de la inseguridad que se contrae en este servicio. Pero era necesario algo más, un ingenio aún más complejo que exonerara del infierno a los cristianos dedicados a brindar crédito sin que la cúpula eclesiástica perdiera el suyo.
El Purgatorio, la antesala del Cielo
La idea del Purgatorio, un lugar similar al infierno pero, a diferencia de éste, temporal, emerge por primera vez en el Tractatus de Purgatorio Sancti Patricci, un texto en latín del año 1180 escrito por el monje inglés Henry de Saltrey. El clérigo relata el viaje de un caballero irlandés que busca purgar sus pecados, para lo que accede a una cueva cuya entrada sitúa en el lago Derg de la Isla Esmeralda. En su periplo por la cueva, descubre un mundo poblado por demonios que torturan a las almas con múltiples padecimientos y les enseñan el camino hacia la salvación celestial. Al final de esta cueva, la única salida es la que conduce al Paraíso.
La idea de un lugar que funcionase como antesala del Edén para que los cristianos pudieran cumplir penitencia una vez muertos iba como un guante a las nuevas necesidades económicas que imponía el capitalismo y su actividad fundamental, el préstamo con intereses. El concepto del Purgatorio construido en el Tractatus se extiende como la pólvora en el Clero europeo y se consolida para alojar a todos los usureros: los banqueros ya se pueden salvar y el capitalismo tiene plena libertad para desarrollarse sin cotos ni remordimiento. Amén.