madrid. Nadie duda a estas alturas de la valía profesional de Rafael Moneo. El arquitecto, galardonado en 1996 con el Premio Pritzker -el considerado Nobel de la arquitectura-, poco tiene que demostrar sobre su trayectoria. Aun así, desde el primer momento ha soportado reproches, zancadillas y polémicas en un proyecto, el de la ampliación del Prado, que desde la convocatoria del concurso internacional en 1995 le ha dado más de un quebradero de cabeza. Pero solventados todos los problemas, incluidos los recursos de vecinos y otras asociaciones que paralizaron el proyecto hasta que el Tribunal Supremo lo aprobó definitivamente, Moneo tuvo que enfrentarse a la obra más importante de la historia del museo, la que lo va a situar en la vanguardia mundial de las mejores pinacotecas. Para ello ha tenido que ceñirse a unas exigentes condiciones, que ha respetado hasta lograr el resultado que desde mañana se puede comprobar. Como él mismo ha dicho, "la ampliación del Prado no podía convertirse en la expresión personal de un arquitecto", en clara referencia a los condicionantes que han marcado su creación. Al no partir de cero, ha tenido que resolver un problema de conexión entre ambos edificios, y para ello ideó un proyecto en el que no se observa el sello personal que sí suele dar a todas sus obras. Gustará más o menos -ya se han oído algunas voces criticando la estética final de alguna de las estancias, como el vestíbulo-, pero lo cierto es que Moneo ha sabido resolver arquitectónicamente muchas de las piedras en el zapato que tenía el proyecto. Sobre todo, una: la situación final del claustro de los Jerónimos, que, integrado en el Cubo, vuelve a su exacta situación anterior, incluso realzado.