
El FC Barcelona empató ayer en Stamford Bridge contra el Chelsea (1-1). No fue un gran partido culé. Más bien fue un mal partido culé. De control de la pelota sin tomar riesgos. De tocar por tocar sin desborde, pero con la certeza de que no le harían daño. Fútbol control que se aleja de la versión excelsa que el imaginario colectivo tiene del Barça, ésa forjada con Guardiola, cimentada con Tito y modificada con Luis Enrique.
Pero el Barça de Valverde es otra cosa. Más utilitario y práctico, que evita asomarse al precipicio si ve alto riesgo de caer despeñado.
Una prueba es que ayer el 'Txingurri' aparcó los 110 millones que costó Dembélé sin darle ni un minuto para hacer que jugase Paulinho. Ya pasó en Eibar, aunque allí se pensaba que Dembélé no jugó por darle descanso para la Champions. Ipurua también fue un mal partido del Barça. El 0-2 fue engañoso.
Hasta la expulsión de Orellana, el partido olía a otro pinchazo. Como el de Getafe o el del Espanyol. Todos fueron partidos planos en los que el Barça se mostró sin apenas gasolina. Busquets, tras jugar frente a los armeros, reconoció que no hubo buen fútbol y añadió el equipo está cansado. Algo parecido alegó Valverde tras ese partido.
Enero y la Copa parece haber agotado más de lo normal al equipo blaugrana, que en esos partidos rotó lo justo. Por ejemplo, Suárez y Messi lo jugaron casi todo. Puede que el descalabro del Real Madrid en la competición del KO pusiera sobreaviso a un Valverde que prefirió no arriesgar demasiado.
El caso es que ahora el equipo anda raro. Timorato. Flojo. Donde hace un mes se intuía una escuadra soberbia e imparable, ahora emergen brechas por donde se cuelan dudas en Liga (el Atlético se ha puesto a siete puntos con un duelo directo en breve) y en la Champions (ayer los blaugrana pudieron salir goleados de Londres). Atisbos que generan algo de inquietud en un equipo que ahora acapara más preguntas que respuestas.