El Brexit siembra la incógnita sobre las relaciones con Irlanda
- Londres y Dublín descartan un retorno al pasado
Eva M. Millán
La decisión de Reino Unido de romper con Bruselas ha generado un complicado rompecabezas sobre el modelo de relación con la gran víctima colateral del Brexit, el único vecino con el que el futuro ex miembro de la UE comparte frontera terrestre: Irlanda. Ambos se habían unido al proyecto comunitario el mismo día, por lo que no existe precedente de que un país perteneciese a la UE y el otro no. Con una historia común de siglos de animosidad, problemas compartidos con el terrorismo del IRA y, crucialmente, la simbiosis facilitada por cuatro décadas de pertenencia al bloque, ambos territorios nunca habían estado más unidos que hasta el pasado 23 de junio.
La transcendencia de estatus ha quedado de manifiesto con la prioridad que la primera ministra británica otorga al hallazgo de una solución que proteja "un vínculo lo más próximo posible". En sus entrevistas con las autoridades del Ulster y con su homólogo irlandés, Enda Kenny, Theresa May se comprometió a que la ruptura con Bruselas "funcione" para todos, una ambición que recuerda más a un desiderátum, si se tiene en cuenta que Irlanda del Norte votó a favor de la permanencia por un 56 por ciento y que sus vecinos del sur habían dejado claro que el Brexit era el peor resultado posible.
Las particularidades del pasado compartido dificultan más el galimatías generado por el Brexit. Por ello, el aspecto positivo de las conversaciones, basado en el consenso de que "nadie quiere retornar a las fronteras del pasado", colisiona también con una realidad inédita: la de que un país abandone la UE e intente evitar las consecuencias.
1.000 millones semanales
Los intercambios comerciales han prosperado al amparo del libre movimiento que impera en la UE y, actualmente, están valorados en unos mil millones de euros a la semana, un volumen que supera el total del que Reino Unido genera con África. Asimismo, Londres y Dublín han estado siempre en el mismo bando en Bruselas, defendiendo una agenda económica liberal, priorizando las relaciones trasatlánticas, y ejerciendo presión en idénticas causas, como su oposición a la armonización fiscal, un objetivo de un sector de los Veintiocho que Irlanda sufrirá para combatir sin la poderosa influencia de su vecino.
Por si fuera poco, la estabilidad de la zona en su conjunto podría quedar amenazada si el proceso desemboca en un divorcio hostil, especialmente para Irlanda del Norte, un territorio que alcanzó la paz con el patrocinio de la UE. También está en jaque la actividad empresarial, que dependerá vitalmente de si Reino Unido abandona el mercado común como precio para controlar la inmigración, una de las claves que decantaron el plebiscito: de consumarse esta opción, sería necesario reimponer la frontera, un desenlace que tanto May como Kenny no desean.
La incógnita es cómo. Desde el Acuerdo de Viernes Santo de 1998 la división de la isla de Irlanda había desparecido. El sistema vigente se remonta a antes de la creación de la UE, puesto que ambos países habían sellado ya un Área de Viaje Común (CTA, en sus siglas en inglés) en 1923, que hacía innecesarios los controles de pasaporte. No obstante, los enfrentamientos durante el siglo pasado obligaron a constantes cierres de comunicaciones viarias y a la habilitación de controles en la franja de casi 500 kilómetros que divide la isla.
De ahí que la premier británica haya insistido en descartar el "retorno de las fronteras del pasado", un posicionamiento que desafía, sin embargo, el manifestado durante la campaña del plebiscito, cuando había considerado "inconcebible" esperar que el Brexit no implicaría cambios en los arreglos limítrofes. A su favor, Irlanda comparte con Reino Unido su exclusión del espacio Schengen, lo que implica que cualquier ciudadano procedente de otro estado miembro sea sometido al control de pasaportes.
Aprobación comunitaria
El factor fundamental será, por tanto, la continuidad británica en el Área Económica Europea. Un referente al respecto podría ser Noruega, si bien en su relación con Suecia, miembro de la UE, todavía existen algunos controles de aduanas. Además, para complicar más el puzle, expertos en Derecho Comunitario han advertido de que cualquier acuerdo entre Londres y Dublín tendría que ser ratificado por los demás socios de la UE.
Una posibilidad es mantener abierta la frontera entre el Ulster y la República de Irlanda, puesto que la separación en relación al resto de Reino Unido no es terrestre, pero esta falta de restricciones molestaría al núcleo duro del Brexit, que defiende una ruptura integral, sobre todo, para evitar una fuga en el dique de contención de la inmigración que los más acérrimos defensores del divorcio quieren construir.
En la UE hay ejemplos de territorios rodeados por un área no comunitaria, pero ninguno tiene el alcance de dos estados miembro, de los que uno es la sexta economía del planeta. Por ello, los empresarios han considerado esencial que las dos mitades de Irlanda continúen funcionando como una unión aduanera. El problema es que ésta va mucho más allá de acuerdos en materia de tarifas e implica la aplicación de toda una batería de normativas comunitarias con las que, para escarnio de los eurófobos, Londres tendría que cumplir, incluyendo lo referente a la regulación de productos.