El Tribunal Constitucional (TC) dejó ayer desarbolada la ley autonómica catalana, aprobada en 2012, que imponía un impuesto sobre los depósitos bancarios. El TC sostiene que las autoridades catalanas se han extralimitado al crear un tributo que es idéntico a otro, de carácter estatal, que ya está vigente, lo que es contrario a la Carta Magna.
Lo cierto es que la existencia de ese gravamen del Estado ha sido el mejor antídoto para evitar que impuestos de esta naturaleza se extendieran aún más en el mapa autonómico español, ya que no sólo Cataluña lo aplica.
Lo consiguió en varias fases. En la primera, el tributo creado por el Gobierno del presidente Aznar tenía un tipo impositivo nulo; su único afán era hacer que toda región que se empecinara en gravar los depósitos tuviera que inhibirse por incurrir en doble imposición. El tipo cero fue uno de sus puntos flacos; de hecho, regiones como Valencia recurrieron a los tribunales alegando que un impuesto que nada recauda es nulo por sí mismo y no hay doble imposición.
El Gobierno supo responder, en 2013, elevando el gravamen al 0,02% y, más tarde, al 0,03%. Lo recaudado, además, fue repartido entre las autonomías afectadas por el tributo disuasorio (sólo este año obtendrán 275 millones), de manera que tampoco podían alegar que se les estaba privando de una vía de obtención de recursos en plena crisis.
Sin embargo, el círculo se estrecha realmente con la última sentencia del TC que no sólo avala el impuesto estatal, sino que delimita su ámbito de aplicación como competencia exclusiva de la Administración central. Se establece así un cerco necesario a la proliferación de impuestos autónomicos y, en general, se desactiva un gravamen que perjudica no sólo a bancos sino también a depositantes.