La inspiración es lo que hace que los artistas en particular, y el ser humano en general, produzcan de manera natural, sin aparente esfuerzo. Aún no sabemos demasiado sobre la inspiración, quizá porque tampoco nos hemos dedicado a estudiar este fenómeno a fondo. Hemos estudiado mucho (aunque nunca suficiente) el proceso de la innovación, algo menos (sin duda poco) la creatividad, y prácticamente nada el intrigante mecanismo que hace saltar la chispa de la inspiración.
La complicada maraña con la que está tejida la mente humana es como un amplísimo paisaje, en el que hay regiones conocidas y otras monótonas, pero también hay espacios misteriosos por explorar, terrenos por sembrar y un sinfín de territorios más. Por algún motivo, cuando nuestra mente entra en contacto con ciertas zonas de la realidad, y sin saber bien por qué, se produce la entrada de una mezcla de emoción y energía que nos lleva a interactuar con ese segmento del mundo para completarlo, redibujarlo, desarrollarlo, componerlo, estructurarlo, conquistarlo, desarrollarlo, comprenderlo o cualquier otra tarea que implique una transfusión biunívoca entre el mundo y nuestra mente. Al crear, nos dejamos invadir por la realidad y también contagiamos algo de nosotros mismos a la realidad. El resultado es la obra creada, y lo increíble es que eso habitualmente ocurre sin demasiada conciencia del tiempo transcurrido o del esfuerzo invertido. Esa es la magia de la inspiración.
La inspiración es un aliado de la creatividad y de la innovación, y por supuesto de la productividad. Lo que ocurre es que, como aún sabemos demasiado poco sobre ella, tendemos a pensar que es algo que ha de venir volando y entrar por la ventana abierta de nuestro despacho, inundándonos con sus generosos dones sin esperar nada a cambio. Y, claro, nada más lejos de la realidad.
La inspiración se busca. Y cuanto más se busca, más se encuentra.